Una canción me obligó a abrir los ojos. Cuando lo hice, una luz tenue y azulada se aclaró hasta convertirse en una potente fuente cegadora. Me llevé las manos a los ojos, adolorida, y traté de ponerme de pie. Sin embargo, mis piernas estaban hechas de agua, apodadas sobre un colchón duro y ajeno, donde era imposible levantarse.
—Mami... —jadeé—. Papá.
La canción continuó.
«Padre nuestro, que estás en el cielo...»
Un frío sudor extendió una capa sobre mi piel. Me destapé los ojos, aterrada, y busqué mi entorno. Estaba desorientada, asustada, confundida. Mi corazón latía desesperado dentro de mi pecho. El oxígeno quemaba, derretía, deshacía.
—¡Mami! —chillé, en busca de auxilio—. ¡Papi!
Pero otra escena tomó forma frente a mis ojos.
Hombres y mujeres estaban congregados en una sala sucia y antigua, dibujando una circunferencia con sus cuerpos huesudos. Vestían túnicas claras, y cruces. Cruces por todos lados. Todos cantaban, todos lloraban, todos miraban al hombre de rodilla entre ellos:
Reece, sangrante y moribundo, con una espada clavada en el pecho.
Mi espada.
«Padre, perdona a esta pecadora, asesina y traidora...»
Me senté de golpe, exhausta, y abrí los ojos.
Las personas habían desaparecido.
La pesadilla se había ido.
Volvía a estar en Abismo, sobre la cama acolchada y grande de Nate. Me llevé las manos al rostro, para limpiarme las lágrimas que había dejado salir en mi inconsciencia, e inhalé una bocanada de aire frío. Mis manos todavía estaban temblando. Mis piernas todavía estaban tiesas en la cama. Mi corazón trabajaba al mismo galope desenfrenado.
Una vez más la misma pesadilla, con las mismas personas y distinto desenlace.
Me aparté el cabello de la frente y miré la habitación. El lugar estaba oscuro, más oscuro que en cualquier otra ocasión. Tragué saliva y apoyé las manos a mis costados, sobre el colchón, no obstante, mi mano derecha estuvo lejos de tocar la suave tela del cobertor. Mis dedos tocaron piel, piel gélida y humana.
Sobresaltada, miré a mi lado y fruncí el ceño.
Tuve que parpadear muchas veces para creer lo que estaba viendo.
Nate.
Se encontraba dormido, con la espalda sobre la cama y las dos manos detrás de la cabeza. Arriba de su abdomen, como una bola peluda, se hallaba un gato gris atigrado. Su pecho se movía tranquilo, con calma, al compás del de su amo. Era como un cuadro o una fotografía. La belleza misteriosa de ambos resultaba irreal. Parecía que iba a evaporarse en cualquier segundo para desaparecer en el cielo, allí donde todo era más hermoso y oscuro.
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Celeste [#2]
FantasySegundo libro de la trilogía Celeste. *Maravillosa portada hecha por @Megan_Rhs*