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Siempre creí que mentir estaba mal. Mi madre me enseñó que sólo los monstruos engañan a las personas, y que un monstruo jamás puede ser feliz.
Yo le creí. A pesar de que ella mentía de vez en cuando, al igual que lo hacía mi padre, le creí, y crecí pensando que no quería ser un monstruo también. Pero a mis ocho años, aquella idea se fue desvaneciendo poco a poco, y ahora parecía completamente olvidada.
¿En qué momento mentir se había hecho tan fácil?
De pie frente a la ventana de aquella habitación que no era mía, y nunca lo sería, observé la calle tras las persianas. El tránsito, a aquellas horas de la tarde, era denso y estresante. El pensar que iba a tener que pasar entre toda esa gente para llegar a la casa de Scott me causó comezón en la piel.
Casper, de pie detrás de mi espalda, me puso una mano en el hombro.
—¿Estás lista? —me preguntó—. ¿Necesitas que repasemos el plan?
—No —respondí, porque lo recordaba.
Casper le diría a Amber que nos dejaran solos, porque él me leería un cuento antiguo para aliviar mis temores. Luego, cerraríamos la puerta con llave y pondríamos un mueble detrás de ella. Con suerte, los guardianes tardarían en entrar a buscarnos. El siguiente punto era el más difícil de todos. Yo imitaría la habilidad de Casper y saldría por la ventana de la habitación. Él me seguiría desde atrás, para protegerme, y juntos atravesaríamos la calle hasta la casa de Scott.
Esa era la parte simple. Lo complicado era volver, pero ya se me ocurriría algo.
—¿Cuánto tardarán en darse cuenta de que no estamos y salir a buscarnos? —cuestioné, entrecerrando los ojos.
—Veinte minutos o menos.
Asentí con la cabeza y me giré para mirarlo.
—Entonces hagámoslo.
Casper sonrió, aquel gesto que le achicaba los ojos, y luego se volteó para salir del dormitorio. De inmediato, me acerqué al bolso de mi ropa y busqué en el interior la tarjeta de memoria. Ésta estaba dentro de un cierre pequeño, en el mismo lugar donde la había dejado. La cogí entre mis dedos, con nerviosismo, y me la metí dentro de la chaqueta.
Ese artefacto era lo único que tenía para confirmar la verdad que sospechaba. Por más que había tratado de decirme a mí misma que no era necesario, que ya sabía todo lo que debía saber, la curiosidad me ganaba. Quería verlos..., los rostros de los seres que me habían dado la vida. Saber cómo los habían asesinado, y si habían luchado. Quería entender la reacción del gobierno.
¿Tanta era la codicia por poseer la Fuente?
Me pasé la mano por el cabello, apartándome los mechones de la frente, y me acerqué a la ventana para subir las persianas. Luego puse mis manos en el cristal y lo deslicé hacia arriba. La brisa del exterior entró y se deslizó entre mi cabello. La oscuridad de la noche cada vez estaba más cerca de nosotros.