Capítulo 17

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Nate me ordenó sentarme a su lado, en un sillón rojo y afelpado con hilos dorados que estaba situado en un extremo del salón. Zora, que no me había dirigido la palabra en todo el momento, se posicionó detrás de mi espalda y me puso una mano en el hombro. Los demás murk detuvieron el baile, la música, y se acumularon junto a las paredes para dejar el centro del salón despejado y vacío.

Mis ojos buscaron a Reece, anhelantes, pero no lo hallaron en ninguna parte. Había desaparecido o, mejor dicho, no había regresado. Junté las manos sobre mis piernas, con impotencia, y me retorcí los dedos. Uno por uno, hasta que el dolor se hizo insoportable y nubló la aflicción de mi cabeza. El nudo en mi garganta no había menguado. Las lágrimas seguían acumulándose detrás de mis cuencas. Mi estado seguía entre el límite de la conciencia e inconsciencia.

Un murk de baja estatura y regordete se acercó para entregarme una copa de agua, sin mirar a Nate, y la dejó sobre mis manos. La recibí en silencio, de forma automática, y volví a mirar el centro del espectáculo.

—¿Cuándo traerán el regalo? —pregunté en un susurro, rogando que aquello terminara lo más pronto posible—. Deseo regresar a mi habitación.

Sentí la mirada de Nate sobre mí.

—Tranquila, no tardarán.

Entrecerré los ojos y los dejé sobre el centro vacío de la habitación. Dos murk aparecieron desde uno de los pasillos y se robaron la atención de todos. Traían una caja gigante arrastrada con sus manos. Ésta estaba cubierta con una cortina gruesa y roja de terciopelo, pero los murk se deshicieron de ella en cuanto terminaron de situar la caja frente al sillón en el que nos encontrábamos sentados.

Mis ojos se entonaron, analizando la celda que acababa de ser descubierta, y recorrieron los dos cuerpos humanos que había en el interior con nerviosismo. ¿Ese era mi regalo? ¿Personas?

Los murk observantes alzaron la voz. Eché la espalda hacia atrás, confundida, y doblé el cuello para mirar a Nate.

—¿Qué es esto? —cuestioné.

—Tu regalo —contestó orgulloso—. Mira con más atención y lo entenderás.

—No me parece que una persona cuente como regalo apropiado —admití.

—Ah, ellos no son tu regalo —explicó, llevándose una mano a la boca para ocultar una sonrisa—. La venganza es tu regalo, gatito.

Ladeé la cabeza.

—¿Venganza?

Nate señaló la celda con su barbilla.

—Ellos te hicieron sufrir, gatito. Ahora llegó la hora de que paguen por lo que han hecho.

Fruncí el ceño, desconcertada, y volví a analizar la celda, esta vez con más atención. Las dos personas del interior estaban arrodillas, débiles, con la ropa llena de sangre y baba de calabozo. Presté atención a sus rostros, magullados y heridos, a sus cabellos, a la piel de sus carnes, a sus ojos, y tragué saliva espesa.

Celeste [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora