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Gotas de baba verde caían del tejado de las celdas.
Había oscuridad, suciedad y gelatina bañando las paredes. Ya había estado allí, por supuesto, pero fue como ver todo por primera vez. Las murallas que me rodeaban eran de piedra y metal. El duro suelo estaba manchado con aquella babaza musgosa que lo cubría todo, y olía a excremento mezclado con humedad. Las mazmorras de Abismo parecían haber sido cavadas en una piedra gigante. Todo era lúgubre y oscuro, vacío; un calabozo creado para opacar la luz y enloquecer a la gente.
Imaginé a cientos de personas atadas en mis mismas condiciones, con una cadena en los tobillos y dos grilletes en las muñecas, y me estremecí. Los imaginé siendo torturados hasta morir o pereciendo allí sólo por debilidad y hambre. Imaginé a los murk llevándose sus huesos y reemplazando sus cadáveres por otros, como si se trataran de cuadros de decoración. Imaginé sus gritos, sus súplicas y su dolor, e imaginé la locura que invadía sus mentes una vez que perdían la esperanza.
Y temí.
Temí por mí, enroscada en la esquina del fondo de la celda, y por Reece, sentado en una posición de indio en la celda frente a la mía. Sus ojos, lo único brillante en esas mazmorras de macilenta claridad, me observaban con tanta atención que había llegado a creer que habían dejado de verme. La lóbrega negrura era tan espesa que costaba darle forma al cuerpo de Reece. Me pregunté si a él le pasaba lo mismo, si estaba tratando de dibujarme con los ojos como yo estaba tratando de dibujarlo a él.
Me tanteé los cortes de mis manos con los dedos y comprendí que habían dejado de sangrar. Era un avance en aquel detenido submundo. Mis heridas allí dentro no sanaban como lo hacían en el exterior. Se mantenían intactas, ardientes, punzantes, como miles de agujas clavándose en mi piel. Eran un recordatorio constante de mis errores.
Miré a Reece, una vez más, y me pregunté si él estaba tan dolorido como yo. Parecía un pecado verlo dentro de esa prisión. Reece era luz y belleza, una caja de libertad en medio del océano. Verlo dentro de esa celda era como ver un pajarito encerrado en una jaula, sin contrastar sus coloridas plumas contra el luminoso cielo. Sufrí, más por él que por mí, y me cubrí el rostro con mis manos.
—Muñeca —me llamó—. Hey, muñeca.
Arrastré los dedos fuera de mis ojos y fijé la mirada en la sombra oscura y deforme que era Reece.
—Lo siento —susurré, sintiendo la necesidad de disculparme—. Yo no... tenía mis habilidades. No pude luchar. Lo siento tanto.
—No es tu culpa, muñeca.
Observé los grilletes que me encarcelaban.
—No deberíamos estar aquí —remarqué—. Tú no deberías estar aquí.
—Te amo.
—No... —negué—. No puedes, porque esto es lo que pasa. La Fuente se pone en nuestra contra y esto es lo que pasa. No puedes. No puedes. No puedes. Nunca podrás.