Capítulo 9

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El cielo estaba más gris de lo normal, casi negro

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El cielo estaba más gris de lo normal, casi negro. Por aquí y por allí, se veían pequeños círculos verduzcos, como si fuera un cuadro de pintura y estuviera horrorosamente manchado de moho. Las nubes, espesas y densas, explotaban y derramaban su agua sangrante sobre un campo seco y oscuro. El mismo campo donde me encontraba yo de rodillas. El viento chocaba contra mis brazos y mis mejillas, y parecía traer cuchillas que me rasgaban la piel.

Me llevé las manos al pecho, desorientada, y miré al frente. Allí, un cuerpo se encontraba derrumbado sobre el pastizal quemado. Había una bandada de buitres que le daban picotazos tanto en la cabeza como en el resto de las extremidades. Su sangre espesa se esparcía, formando un charco debajo de su cuerpo que se combinaba con la lluvia rojiza que caía del cielo.

Me lancé hacia adelante y comencé a gatear en dirección al cadáver. Por una extraña razón no podía ponerme de pie. Las piedrecillas de la tierra se clavaban en mis rodillas, y sabía que me dolían, pero no podía sentir el dolor. Lo único que presenciaba era esa ansiedad en mi pecho, como si no hubiera suficiente oxígeno en el aire.

Me acerqué asustada, sin dejar de contemplar el entorno borroso que rodeaba el cadáver sobre el piso, y extendí mi mano para darle la vuelta. ¿Por qué me había acercado? Las aves carroñeras se enfadaron y se lanzaron sobre mi carne. Retiré la mano con rapidez, ahogando un grito, y entonces el cuerpo se volvió hacia mí sin que tuviera la necesidad de tocarlo.

Su rostro, ceniciento y desprovisto de alma, se extendió en mi campo de visión como una película de terror. Era su cabello, rubio y bien cuidado, y sus labios rosados decorados con un pequeño lunar. Mi madre, con las cuencas de los ojos vacías y agusanadas. Grité, y entonces sentí que mis piernas se ataron a la tierra impidiéndome huir. Por más que traté de levantarme, se me hizo imposible. La superficie me engullía.

Los buitres se me lanzaron encima, y entonces comenzaron a arrancarme trozos de carne de las mejillas y los hombros. Grité, y luego grité más fuerte. Y entonces, de la nada, otra ave carroñera apareció para espantar a todas las demás. Un cuervo, negro y de plumas brillantes.

«Ahora yo estoy aquí, y no hay sombras que puedan lastimarte».





—Celeste. —Unas manos me sacudieron los hombros, expulsándome lejos de aquella nube oscura que me absorbía—. Celeste, despierta.

Abrí los ojos de golpe, pero los cerré de inmediato al sentir la potente luz del sol sobre mí. Me llevé las manos al rostro, girándome hacia el costado, y luego busqué las sabanas de mi cama. Alguien me agarró los dedos, y sólo ahí recordé los sucesos de la noche anterior.

La competencia. El incendio. La hermana de Janos. Ethan. Nate. Mi madre. Mi padre. Owen. El glimmer de la chaqueta negra.

Me senté veloz y abrí los ojos, a pesar del brillo dorado que seguía cegándome. Frente a mí, el rostro de alguien adquirió forma hasta convertirse en mi padre, y su mano me acarició la mejilla. Sus ojos estaban entrecerrados. Su boca era una curva hacia abajo. Lo observé desorientada, y luego miré mi entorno: mi dormitorio.

Celeste [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora