El síndrome de la bipolaridad post-colapso

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Capítulo seis: El síndrome de la bipolaridad post-colapso.

El grito histérico de Sugar, despertó, una vez más, a su madre, quién gruñía irritada y se cubría la cabeza con la almohada.

—¡Esa chica! Juro que a veces me hubiera gustado coserle la boca de pequeña.

—Eso no es una sorpresa, cariño— susurró su esposo a su lado, abrazándola en un intento por calmarla—. Solo ignórala, se callará en algún momento. Tan solo está haciendo drama.

Pero ellos no sabían que pasaba en la mente de su hija. No sabían que su mundo se desmoronaba con rapidez, se hundía y quedaba aún más profundo que la ciudad perdida de la Atlántida, abandonada. Ella el día anterior había deseado con todas sus fuerzas que realmente hubiera sido un sueño, que su vida siguiera igual, que no estuviera todo de cabeza. Pero su deseo había sido inútil.

Corría por todos lados, se frotaba los ojos una y otra vez, pero no surtía efecto. Los libros seguían en su cómoda, el armario todavía resguardaba prendas del siglo pasado, su gato seguía estirándose en la cama mirándola con extrañez y su cabello seguía tan desastroso como la mañana anterior. Sin embargo, se negaba a aceptarlo.

—¡No no no!— gritaba una y otra vez aferrándose de sus platinados cabellos con fuerza, dando pataletas al suelo y haciendo muecas como niña en pleno berrinche. Gritó más y bajó corriendo las escaleras—. ¡Gina! Gina por favor, ¡por favor! Háblame, grítame, regáñame, dime qué soy irresponsable, ¡lo que sea! Solo, demuéstrame que estás aquí.

Nada. Ni una sola señal de su Nana. No importaba cuantas veces lo gritara a grito limpio y lágrima tendida, Gina no aparecía, y eso solo le provocaba el más desagradable dolor en su estómago. Hasta ahora cabía en lo doloroso que era el hecho.

Gina no estaba con ella. La única persona que había demostrado su cariño por la chica, se había ido. Y todo por un estúpido campamento.

—¡Gina!—siguió gritando mientras se apresuraba a la cochera. Nada. Su auto seguía sin estar ahí. corrió hacia el sótano y ahí estaba la famosa Eylene. Se frota los ojos por milésima vez, pero el panorama no cambiaba. La bicicleta—que parecía una moto scooter pequeña— era color gris con rojo, y refugia ahí como recordatorio de que nunca había tenido un auto. Encajaba a la perfección con la descripción que Adler había hecho.

Sugar gritó en absoluta frustración, sintiendo las lágrimas acumulándose en sus ojos, fervientes de deseo por salir y manifestarse, por más que ella las contenía. No sabía si eran lágrimas de frustración, de tristeza, de enojo o de desesperación. Tal vez era una mezcla de todas. Subió corriendo a la sala, dando vueltas sin saber que más hacer para despertar de su sueño.

—¡Sugar, cállate!—se escuchó la vociferante voz de su madre desde el piso de arriba. Sugar gruño, furiosa.

—¡Cállate tú! Estoy en una crisis aquí y si no vas a ayudar, ¡cierra la boca!

Ella se sorprendió por su respuesta, pero no le dio tiempo ni de tapar su boca, pues unos aplausos sordos detrás de ella la hicieron saltar en su lugar con pánico y colocar la mano en su pecho, sobre su corazón desenfrenado mientras soltaba un pequeño grito.

—Ese lenguaje, Sugar. Niña mala— dijo una voz con reprobación fingida.

Se giró hacia el sonido y se sorprendió de ver a Adler parado en el umbral de la puerta cerrada, recargado en el muro con una sonrisa ladina en el rostro. Sugar se distrajo apenas un segundo antes de fruncir el ceño en una mueca de enojo.

—¿Qué haces aquí? ¡¿Es qué nunca tocas?!—exclamó con reproche, señalándolo. La histeria acompañaba su voz como si hubiera nacido con ella.

El Imperio caído de SugarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora