La mansión de las incógnitas

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Capítulo dieciséis: La mansión de las incógnitas.



Cuando Sugar abrió los ojos, lo primero que vio fue el color azul del cielo. Nubes perfectamente delineadas surcaban el cielo pacífico, demasiado como para ser real. La turbulencia del ambiente y aquella pequeña brisa que lo caracterizaba no estaba, es más, parecía no haber nada, e incluso el sol no brillaba  como de costumbre, como si este tuviera miedo de molestarla.

Le tomó dos segundos y un parpadeo darse cuenta de que lo que veía no era más que un techo alto bien pintado de un azul idéntico al que mostraba el cielo, y unas nubes demasiado perfectas como para no ser fruto de un pincel experto. Era evidente que estaba en algún tipo de habitación infantil, con paredes de colores como si fuera algún lienzo al cual alguien simplemente lanzó pinturas de todos colores por todos lados, dejando algún tipo de pintura abstracta, y el techo alto simulando un cielo azul, despejado y limpio. La vista era maravillosa. E incluso más, pues una vez que los recuerdos de lo que había pasado regresaron a ella en un torrente, le agradeció mentalmente a Adler que no la hubiera llevado a un hospital, pues ella los odiaba, y agradecía incluso cuando ese acto bien podría no tener nada que ver con ella, sino con la falsedad de su herida.

¿Y qué tal si era mental? Ella había estado segura de haber visto sangre, carne y una sustancia viscosa y oscura que aún le provocaba ganas de vomitar, pero ahí, mirando el contraste del color caótico de las paredes con la calma que proyectaba el cielo azul, su mente se aclaraba más. Bien podría haber sido una alucinación, un mecanismo de defensa ideado ante la negación de haber fallado en algo que representaba a toda su pasión.

Era bastante obvio. El problema no era Segel, el problema era ella. Ella y su nula capacidad de lograr su sueño, y su subconsciente había querido atribuirle la culpa a alguien más, o a algo más. El dolor le impidió tragar saliva, pero no era físico, si no espiritual. Había fallado. Fallado en algo que añoraba con el alma.

—No lo hagas.

Esa voz, que después de ocho días que se sentían como meses había aprendido a reconocer hasta en la oscuridad, hizo que girara su cabeza de golpe. Sentado en una silla a aproximadamente un metro de ella, estaba él con su habitual postura relajada y un cómic cerrado sobre sus manos, mientras la penetraba con su mirada verde, y el ceño ligeramente fruncido.

Se incorporó lentamente, y también descubrió para su alivio que no había nada conectado a ella. Aparentemente, solo descansaba, pero se sentía mucho mejor, como si no hubiera rastro del dolor extenuante que la había embargado. La habitación, ahora que la veía bien, era hermosa y amplia. Tenía una puerta con un pequeño cartel en una esquina , y en la otra, había un librero esquinero, frente al cual se ubicaba un pequeño sillón que pendía de un cable transparente colgado en el techo, o eso quería creer ella, porque no podía simplemente estar suspendido en el aire. Un tocador figuraba a un lado del closet, una ventana en la pared a la derecha y junto al lado de esta  y enfrente en la pared de la izquierda  había escritorios, con bastos bocetos y materiales para manualidades. Era encantador.

Pero ese no era el momento de prestarle atención al diseño de interiores.

—¿Disculpa?— le respondió Sugar a su amigo.

—Te disculpo.

Ella resopló.

— ¿Y por qué me disculpas exactamente?

—Por pensar de esa forma. Por dudar de ti de esa forma. No lo hagas.

Sugar arrugó el entrecejo— ¿Cómo sabes tú lo que pensaba?— de pronto se alarmó—. ¿Acaso lees mentes?

Adler rio, negando con su cabeza con una sonrisa ladeada.

—Claro que no, no estoy leyendo tu mente. Lo sé por la chispa en tus ojos, esa expresión que me dice que te estás culpando a ti misma, que estás creyendo todo lo que te dicen. No te convenzas de que estás loca, porque no lo estás.

El Imperio caído de SugarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora