1. Lejos

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La noche pretendía ser eterna y oscura, la neblina espesa opacaba el destello de la misma Venus. El silencio profundo disipaba los ruidos de toda alma con vida. El aleteo de los murciélagos era lo único que hacía eco a lo lejos. Las pequeñas ratas voladoras se escapaban, de los recovecos del añejo castillo, para comer algunos bichos menos afortunados y así regresar para la siguiente noche a la que deberían subsistir.

La morada Arsenic estaba detenida en el tiempo, era la tumba de toda una familia que esperaba, de manera morbosa, ser consumida por los siglos. Pasaban sus perpetuos días en medio de charcos de sangre coagulándose, en medio de la inmundicia de sus perversiones, de la penumbra, de la soledad de sus marchitos corazones. Ellos eran famosos por su manera obscena de vivir, y por su linaje directo con Lilith y Asmodeo, los creadores de su especie. Debían hacerle honor.

Tal vez por su infinita arrogancia, proveniente de la idea que los vampiros eran seres superiores: eternos, fuertes, perfectos..., era que se creían con absoluta impunidad, estaban exentos de cualquier castigo divino.

Pero, a la vista de quienes habían visto un poco el exterior, no eran más que pobres y estropeados seres que trataban de llenar un vacío infinito con superficialidades; torturas, orgías, asesinatos y tantas otras aberraciones que ocurrían entre las paredes ese hogar.

Jack y Jeff habían pasado más tiempo fuera que dentro de esa casa. Por el afán de su padre de darles una buena educación, los gemelos se habían influenciado más por sus profesores que por sus ascendientes. Y ahora, los mismos, desde que ya no iban al Báthory vivían en lo que siempre había sido su verdadero hogar.

Dos años y seis meses habían sido duros para ese par, parecían haberse vuelto más sarcásticos, sombríos y menos inocentes. Trataban de sobrevivir al infierno y sonreír ante las desgracias de los humanos; a los que su padre y familiares destrozaban hasta que suplicaran por su muerte. Todos los días eran un festivo Sabbat, las sobredosis, de sangre y carne, abundaban hasta hacerlos vomitar.

¿Era eso lo que Sara esperaba de ellos? Cada día se convertían más en lo que se pretendía de un verdadero vampiro, un ser despiadado de la noche. Ellos solían hacerse las mismas preguntas; y, por lo general llegaban a las mismas respuestas. Ya habían pasado seis meses desde que tendría que haber dado señales de vida, pero Sara pretendía seguir escondida en alguna parte del mundo, sin siquiera pensar en ellos. Estaba claro, ella no quería engendros en su vida, no quería desenfrenos, no quería ver la cara de las crías de aquel hombre que le había arrebatado su inocencia.

Era tiempo de dejarla atrás.

Jack despertó en una enorme cama de sábanas negras, abrió los ojos al sentir el incesante golpeteo en su puerta. Frotando su pálido rostro, salpicado de sangre, buscó algo con que tapar su desnudez. Al no hallarlo, se levantó de todos modos. Al poner un pie en el piso sintió al mismo hundirse en el cuerpo blando de una mujer. Él observó a sus alrededores, había por lo menos cuatro chicas que su padre le había presentado. Estaban tiradas en el piso, él no las quería en su cama. Pero ellas siempre insistían con su compañía a pesar que el gemelo Arsenic solo las usaba a su antojo, como un pedazo de carne..., y se encargaba de dejárselos bien claro.

—Jeff... —dijo Jack, abriendo la puerta como el diablo lo había vomitado al mundo.

Jeff tapó su nariz al sentirse sofocado por el vaho que emergía de la habitación. El muchacho no tenía una expresión muy feliz, vestía como para un velorio, y sus hombros caídos manifestaban una desgana por hacer cualquier cosa.

—¿Te acostaste con ellas? —preguntó Jeff, observando los cuerpos desparramados.

Jack se encogió de hombros.

Ofrenda de sangre #2  ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora