20. Irrupción

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La tormenta azotaba los tejados podridos de aquellas rancias construcciones que se negaban a desmoronarse. El hedor a heno quemaba la nariz de los sensibles vampiros, provocándoles arcadas. Las paredes empapadas se enfriaban; eso no lo percibían, pues sus cuerpos permanecían con la sangre helada.

En una torre, la torre del homenaje, la más alta de la institución que había formado Azazel, Adam observaba el agua escurrirse por las esquinas de la ventana de arco gótico. Se sentía desmoralizado, solo, quebradizo. Deseaba ver a alguien; a Jeff, a Joan, ¡incluso a Tony! A cualquiera de esos detestables espectros iguales a él. Odiaba el aislamiento, odiaba que a los vampiros no les importara el pasar del tiempo.

Se preguntaba cómo estarían los demás, sabía que Tony se había casado con una mujer de apellido extranjero; que los gemelos se mantendrían bajo el ala de su padre, y que contaban con varias mujeres. Y si bien Joan no podía escapar a los ojos vigilantes y los interrogatorios de los Leone, estaba bien, tenía unos buenos padres que lo ayudarían a resguardar su naturaleza híbrida, ¿y Demian? Lo conocía demasiado bien como para preocuparle. El único motivo por el cual sabía que lo mantendrían a salvo era por su sangre, era un Nosferatu: el último, así como él mismo era el último de su estirpe, claro que nadie sabía que, en realidad, era un bastardo, un mestizo.

La puerta de la pequeña habitación se abrió de un latigazo. Adam no se sobresaltó, siempre intentaban amedrentarlo. Era Catalina Báthory. Con Azazel fuera del juego, ella era la matriarca de la familia, y la dueña de todas las riquezas de su apellido.

Catalina era castaña, alta y curvilínea; tenía una sonrisa macabra, piel pálida y ojos escarlatas, vidriosos. Decían que era muy similar a su difunta hermana, un poco más cuerda y sutil a sus deseos carnales.

Ella se contorneó hasta llegar al joven Belmont. Con sus dedos le acarició el mentón. Se relamió un poco, la excitación se le escapaba por los poros. Ella también era débil a la carne joven.

—Adam... —susurró de un modo sugestivo, mostrando sus colmillos como una depredadora necesitada—. ¿Cómo estás? Te traje tu ración de sangre —siseó, pero él no le respondió, mantuvo su mirada firme—. ¡Adelante! —gritó Catalina, desconociendo el orgullo del muchacho.

Una jovencita, pálida, vestida de andrajos y cabello cortado al ras de su piel, entró a la habitación con la cabeza baja y la mirada al suelo. Adam la observó de arriba abajo. Podía reconocerla de algún lado, era una de las ofrendas de los últimos cursos del Báthory, aquellas que habían pasado de ofrendas a esclavas tras el nuevo régimen.

—Toma su sangre, rápido —ordenó la mujer—, hay otros vampiros a los que debe alimentar.

—¿Dónde está Nosferatu? —preguntó Adam, sosteniéndole la mirada.

Catalina resopló y apretó sus puños.

—En el calabozo —masculló con ira—. Ese enfermo..., de no ser por el poder de su sangre, no me importaría que se extinguieran.

—¡Es el heredero de su familia! —exclamó Adam, con la indignación impostada en su expresión—. ¡¿Cómo se atreven a encerrarlo como un perro?!

—No finjas interés en la sangre, Belmont. —Catalina tomó a la ofrenda y se la arrojó a Adam—. Nosferatu nos está costando trabajo. Intenta canibalizar a cada mujer pura que le enviamos. Todas están temerosas de él. ¡¿Qué clase de vampiro se come a sus pares?! Ya son pocas las interesadas en aparearse con él, a pesar que mencionamos su basta fortuna.

Adam logró iluminarse.

Solo Sara podía con su locura; solo ella podía enamorarse de su naturaleza, podía comprender y calmar su atormentado corazón, tratarlo como a un dulce cachorro y hacerlo derramar aguamiel. De otro modo, Demian era un irracional demonio.

Ofrenda de sangre #2  ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora