13. Efecto mariposa

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Azazel se sentía como una brújula en el ojo de un huracán, el mareo persistía. Pero eso no nublaba su juicio, sabía bien porque necesitaba ver a Elizabeth. El alcohol era un agradable placebo, los efectos se esfumarían antes de cometer cualquier acto indecoroso.

Él se quitó sus zapatos lustrados, su saco de vestir, y el chaleco que llevaba encima de su camisa borgoña. El morocho tomó todo su largo cabello en su puño y lo enroscó hasta formar un nudo en forma de moño, se arrodilló en la esquina de la cama y deslizó sus dedos sobre los pies de la joven. Ella no lo percibió, quizás porque el roce era demasiado liviano, casi como la pluma de un ángel.

Él mordió sus labios, debía empezar de nuevo, así que tomó aire y llenó sus pulmones. Tenía que tranquilizarse, de un momento a otro había perdido toda la firmeza de su porte. Tomó uno de los pies de Elizabeth, esta vez con fuerza, y ella saltó de la cama soltando un alarido propio del inframundo.

—¡Ah! ¡Ahhhh!

Los gritos de terror de Elizabeth no se detenían. Pataleaba y estiraba sus brazos dando cachetazos a la cabeza de Azazel.

—¡Soy yo!

—¡¿Q- qué haces, maldita sea?! —Elizabeth tomó su pecho, su corazón de inmortal latía como el de un conejo asustado.

—Un masaje de pies —respondió, como si fuese lo más obvio del mundo.

—¡No juegues conmigo, Azazel! —gritó ella, repleta de furia.

—No lo hago. —Azazel no soltaba el pie de Elizabeth—. Quédate quieta y verás.

—Casi me matas de un infarto. —Los ojos de Elizabeth se volvieron llorosos.

Azazel puso su dedo en la boca, en un gesto de silencio

—No interrumpas cuando trato de ser gentil —dijo él.

—Tu gentileza me da pavor. —Elizabeth seguía temblando.

—Por favor —insistió Azazel.

Sin más remedio, Elizabeth tumbó su cabeza sobre la almohada, creía estar durmiendo, lo que le sucedía en ese instante era surreal. Que el retorcido de Azazel estuviera esquina de su cama, arrodillado, haciéndole un masaje en los pies no tenía lógica. Nunca lo entendería, así que disfrutaría del masaje sin hacer preguntas. El toque del vampiro era preciso y suave, sus manos de finos dedos la presionaban en los puntos que más placer le daban. Elizabeth sonrió, relegando el susto previo. Leves suspiros se escapaban por su boca, y Azazel sentía el alivio de hacer un buen trabajo, como en sus viejos tiempos de esclavo sexual. Vlad tenía razón, no echaría a perder tan valiosos conocimientos, los usaría en alguien que los merecía.

—Vlad sabe que no eres mi esclava —dijo él prosiguiendo hacia sus pantorrillas—. Siempre que venía a su casa le hablaba de ti, solo me siguió el juego.

—¿Le hablabas de mí? —preguntó Elizabeth, intrigada.

—Le conté todo. —Azazel continuó el masaje—. Le dije que eres muy inteligente y fuerte, que te aventuraste a vivir en la ciudad, y que a pesar que te moleste no hay un día que no sonrías.

—No te creo... —susurró Elizabeth al sentir las manos de Azazel deslizarse por sus piernas.

Azazel rió muy bajo.

—¿Te gusta?

—Por supuesto —respondió ella, pero esta vez buscando su mirada—. ¿Qué clase de broma es esta? No vayas a ser cruel, sigo enojada contigo.

—No es una broma —dijo él—. Quiero disculparme, porque, a pesar de ser el mayor, no puedo comportarme contigo. Por eso, ¿me permites seguir un poco más?

Ofrenda de sangre #2  ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora