En un cuarto amplio, de techo alto y muros en tonos rojizos, Elizabeth, cerraba su libro satisfecha. Había terminado todos los de su biblioteca, ahora estaba lista para más aventuras imaginarias. Ella observó el reloj, eran las tres de la madrugada, el momento perfecto para ir a molestar a Azazel, debía recordarle que cuando fuera a la ciudad debía comprarle unas cuantas cosas.
La castaña se acomodó sus cabellos a los lados, se puso su bata sobre su camisón blancoy recorrió los pasillos de la casona en donde ahora vivía.
Ella, jugueteaba con sus colmillos clavándolos en sus labios, quería deshacerse de su tonta sonrisa antes de llegar al cuarto de su compañero de casa. No eran más que eso.
Sin preguntar, abrió la puerta de la habitación de Azazel. El morocho, quien se encontraba en su escritorio haciendo algunas notas, la miró con tal furia, que ella pudo borrar su feliz mueca por completo. Otra vez se arruinaba su entusiasmo.
—Te dije que no entraras sin avisar —indicó él volviendo su vista a los papeles.
—¡¿Por qué no?! ¡Nunca estás durmiendo, no te molesto! —protestó, enervada.
—Puedo estar masturbándome.
—¿Qué...?
Azazel suspiró con su vista al techo.
—Lo que haces todas las noches mientras susurras mi nombre —respondió con su clásica soberbia y su cínica sonrisa.
Al principio Elizabeth no lo entendió, porque ni siquiera sabía que eso tenía un nombre, pero de ser así, y de ser que Azazel supiera su vergonzoso secreto, la hacía querer hundirse bajo la tierra y ser comida por los gusanos. ¡Azazel era un ser cruel y despiadado! La mujer le cerró la puerta de un golpe, regresando a su habitación sintiéndose la más desgraciada. La vergüenza la consumía.
Con los ojos abiertos durante toda la noche, Elizabeth contempló como el sol salía hasta posarse en su ventana. Suspiró con desgana, deseaba tener sueño, pero desde hacía meses un terrible insomnio la torturaba. Lo peor era saber que no moriría por ello, los vampiros podían dormir, aunque no con la misma frecuencia de los humanos, aunque era probable que enloqueciera un poco.
Tres golpes secos en su puerta la espabilaron. No respondió, sabía de quien se trataba.
—Prepárate para salir, vamos a casa de Vlad —ordenó Azazel.
Elizabeth, de un salto, abrió la puerta. Sus pupilas nerviosas se lo decían todo, no quería ir a ese sitio bajo ninguna circunstancia, menos después de que Azazel le contara decenas de historias de terror, en donde ese tal "Vlad" era un ser despiadado que le gustaba empalar gente.
—¡No quiero! —gritó enfurecida, a punto de golpear la puerta con sus puños—. ¡No quiero conocer a Vlad!
—No me interesa lo que quieras, vendrás igual o no te compraré nada, treintona malagradecida —dijo retirándose amargado.
—¡Tengo veintisiete! —chilló ella, él no le importaba, y también sabía que Azazel cumplía con sus castigos.
En una ocasión, el viejo vampiro, la había dejado sin zapatos todo el invierno; en otra le había quitado su ración de sangre, y así había decenas de situaciones. Azazel resultaba ser un sádico demonio sin sentimientos, un abusador que buscaba su diversión en hacerla sufrir hasta el hartazgo. Las cosas entre los dos estaban dañadas y él parecía no aburrirse jamás.
De mala gana, Elizabeth se puso el único vestido que usaba para salir, era negro y tenía rosas bordadas sobre el hombro derecho; el mismo le llegaba a las rodillas y era bastante entallado. Salió de su habitación arrastrando los pies, con la vista triste al suelo. No entendía por qué tenía que asistir a esa reunión de Azazel con Vlad. Eran cosas de negocios vampíricos que ella no entendía y no quería entender. La única idea que se le cruzaba era que la quería incomodar, otra vez.

ESTÁS LEYENDO
Ofrenda de sangre #2 ©
مصاص دماءDos años han sido insuficientes, el tiempo siguió corriendo sin piedad alguna. Dos, de tres ofrendas, han escapado a su trágico final. El mar, el sol, la arena, y las luces de las grandes ciudades pretenden, a Sara, hacerla olvidar. ¿Será tan fácil...