Las manos de Sara sudaban, sus pulmones se contraían, y es que cada vez se adentraban más a un espeluznante sitio. Tras un inhóspito bosque y unos barrotes oxidados, podían verse los picos negros de un castillo que se caía a pedazos. El abandono era brutal, y los cuervos, que revoloteaban los tejados, lo sabían. Un extraño y podrido aroma se colaba por las ventanas del automóvil; eran calabazas que crecían en los suelos y se pudrían en el mismo, eran los cadáveres de árboles y flores en una tierra húmeda y pantanosa.
Habían llegado a destino, pero su camino se bifurcaba con el de Adam y Jack. Ella se dirigía a la puerta trasera, junto a la servidumbre, mientras que Nikola y los jóvenes vampiros ingresarían por la entrada principal.
La angustia invadía a Sara, no quería bajar, ese sitio poseía un aura negra, pero no pudo resistirse a ello. Los guardias la guiaron hasta una puertecilla maltrecha y retorcida que daba a una cocina arruinada y antigua.
Una cocinera con sus delantales percudidos, rechoncha y de unos cuarenta años, la vio entrar. De inmediato se detuvo analizándola de arriba hacia abajo, para luego abrir sus ojazos en sorpresa.
—¡La ofrenda! —La cocinera corrió de un lado a otro, exasperada—. ¡Celia, Rosa! —volvió a gritar.
Otras dos mujeres, de características similares, se aparecieron en la cocina.
Sara seguía muda, lejos estaba de parecer la ostentosa mansión de Bladis, eso era un chiquero; y además, esas criadas parecían no trabajar en ello. Los guardias la empujaron un poco más adentro, retirándose para rodear el recinto. Ella trastabilló quedando frente a las damas.
La más vieja comenzó a aplaudir y vociferar.
—¡Vamos, vamos, hay que prepararla para la cena!
<<¡No otra vez!>>
Sara volvía a desesperarse ante la idea de ser la comida. Esta vez, de un conde maniático y caníbal. Deseaba que Jack y Adam la sacaran de allí, que no permitieran que su vida terminara de una forma tan horrenda; pero las mujeres ya la estaban arrastrando hacia los baños, justo como le había sucedido en el palacio de Bladis.
—¡Déjenme! —Sara se quejaba y se retorcía, sin ser escuchada.
Segundos después, ya pretendían desnudarla dentro de un baño, que por suerte tenía agua caliente. Era grande y arcaico, y la bañera rebalsaba de espuma, al parecer este conde no tenía problemas con los perfumes, daba igual.
Las mujeres la metieron al agua. Sara podía ser de carácter fuerte, pero su cuerpo seguía siendo débil y pequeño ante los vampiros. Las mujeres la llevaban para donde querían. La tomaban, la frotaban, la enjabonaban, y la enjuagaban para llenarla de espuma otra vez. Creía que la habían limpiado en lugares que ni ella conocía, y a su cabello lo habían llenado de shampoo unas cinco veces.
—¡Ya estoy limpia! —berreaba, comenzando a perder la paciencia con los chismes que las mujeres impartían entre sí, mientras la ignoraban.
Al final, cuando consideraron que la ofrenda estaba limpia, la enjuagaron para secarla con furia, con toallas y secadores de pelo. Sara desistió de lamentarse y se dejó cortar las uñas, peinar el cabello, colocar perfumes y cremas.
Envuelta en toallas, Sara ingresó a una magnánima habitación de princesa endiablada. No sabía por dónde comenzar a admirar tanto lujo; no todo era destrucción en ese castillo. La enorme cama parecía hecha de oro macizo, las lámparas eran de cristales y rubíes, las sábanas de seda marroquí, demasiada ostentación, los vampiros solían despilfarrar siempre en lo mismo. Era aburrido.
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Ofrenda de sangre #2 ©
VampirosDos años han sido insuficientes, el tiempo siguió corriendo sin piedad alguna. Dos, de tres ofrendas, han escapado a su trágico final. El mar, el sol, la arena, y las luces de las grandes ciudades pretenden, a Sara, hacerla olvidar. ¿Será tan fácil...