La odisea

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Estaba extenuada de contar las peripecias de mi vida.

Me encontraba abatida física y mentalmente y con unas ganas descomunales de dormir hasta que me agobiara hacerlo, sin tener que pensar cómo haría Jared para evitar una vez más la muerte, tanto para él como para todos los demás.

Ahora, estaba Sebastian con su cara de cachorrillo perdido y con su mente en otro lado. A veces parecía uno de esos perros enormes con cara de bebé. Lo único imponente era su tamaño.

—En realidad no es nada —me dijo cuando le pregunté qué era lo que quería contarme, agitando su mano como si estuviese espantando mosquitos y no una conversación familiar.

Habría sido más tranquilizador si no luciera tan distante. Pero por todos los cielos, ya me había dicho que había una mala noticia, ¿se le había olvidado? ¿Pretendía prohibirme leer esa página del boletín? «Gaceta Hunt», prohibida para menores de dieciocho... y para Anabelle.

Bueno, al menos ya él no tenía una expresión que me desquiciaba. Cuando había vuelto a su encuentro, parecía tener un poco más claro su proyecto de vida, y decirme lo que había ido a decirme en primer lugar ya no estaba en esos planes.

Yo estaba un poco harta de que la gente me ocultara cosas y que pasara de mi opinión, pero no quise ejercer mucha presión sobre mi hermano y hacer como si, en cambio, estuviera muy contenta por la parte buena de la historia —la única parte que conocía, puestos a decir—. Mi hermano iba a ser padre, ¿por qué no estaba saltando de alegría? Quiero decir, internamente lo estaba haciendo, pero tenía que enviarle un comunicado a mi expresión facial.

—Bueno —suspiré, esbozando una sonrisa—, cuéntame. —Me senté a su lado en el sofá y respiré profundo, encorvándome al exhalar.

Caleb había salido a comprar algo de comer pese a los reclamos de Jared y sin importar lo claro que había sido sobre no abandonar el apartamento, o a mí, en ningún momento. «Bajo ningún concepto» le había escuchado decir cuando Caleb puso el altavoz para burlarse de él.

Así que, por rebeldía suya y la confianza que tenía en los hombres que mantenían rodeada la zona por nosotros, mi hermano y yo nos quedamos aparentemente solos.

—Tres meses —dijo. Juntó sus manos y las frotó lentamente echándose hacia adelante—. Tiene tres meses de embarazo. Casi cuatro.

—¡Lindo! ¿Cómo se han sentido? Bueno, ella. ¿Cómo se ha sentido ella? Tú no importas mucho —dije, ladeando la cabeza.

—No —se rio—. Ella está bien, se ha puesto a llorar de felicidad cuando fuimos al médico y nos confirmaron la noticia. Sabes cómo es Emma —me contó. Sus ojos de pronto se habían perdido más allá de mí con cierto brillo especial y yo sonreí, notando el éxtasis que le producía hablar de la mujer que tanto quería. ¡Este hermano mío!

—Bah, seguro que tú también lloraste —lo codeé con gentileza—. ¿Ya mamá y papá lo saben, verdad?

—Sí, se los dijimos la semana pasada.

—¿Y cómo lo han tomado?

—¿Que cómo lo han tomado? Pues muy bien. Tú y yo sabemos que no hay nada que mamá desee más en el mundo que tener nietos. De hecho, desde hace tres años ha estado diciéndome que era hora —se golpeó la muñeca, imitando a mamá cuando tocaba su reloj haciendo referencia al tiempo—, pero que estaba muy apurada y yo así no funciono, ¿eh? Era como obedecerle a tener mucho sexo y no...

Puse cara de asco. Ciertamente no me gustaría recibir esa clase de órdenes de mis padres.

—Igual queríamos casarnos primero, pero las cosas no han salido del todo según lo planeado. Si ella me dice que sí, es probable que hagamos algo cuando regreses. Algo familiar, ya sabes que ninguno de nosotros es de celebrar a lo gr...

Línea de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora