Amarillo temor

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Aquellos seres endemoniados moviéndose en la televisión de la salita le miraban.

Héctor sabía que esta podría ser la última vez que entrara a esa habitación; después de todo, lo había sido para su abuela.

Cambió de canal, pero Héctor seguía viéndolos. El canario cantó y con él, también las criaturas.

Volvió a esconderse detrás de la falda de su madre. Esta le mandó a otra habitación.

Héctor no podía moverse, estaba hipnotizado mirando los dibujillos que salían en la tele. El gato era gracioso, se parecía al suyo, además tenía una gran nariz roja como la de los payasos. Casi se rió. Héctor adoraba a los payasos y al reno Rudolph.

El canario volvió a piar y él apretó los dientes y se aferró más a su madre, clavándole las uñas en la pierna. "Héctor", le reprendió con voz ronca. Le cogió en brazos y salió al pasillo, donde dejó al pequeño berreando, hecho una pelota en el suelo. La puerta de la sala de estar se cerró de un portazo con sus padres dentro y él se quedó solo en el pasillo hasta que quedó ocupado por una procesión de personas vestidas de negro a dar el pésame.

Algunos repararon en el niño, ahora sentado en el rellano de la escalera jugando con un trenecito de madera.

Un hombre se le acercó, ofreciéndole un Chupa-Chups, quizá, para intentar animar al chiquillo. "Tengo uno de fresa y uno de limón" dijo rebuscando en su bolsillo del pantalón. Los sacó e hizo el amago de entregárselo. Héctor gritó y salió corriendo escaleras arriba.

Se encerró en la que había sido la habitación de su abuela y se escondió debajo de la cama. Su pecho seguía en un agitado "sube y baja".

No pudo moverse un ápice, se había quedado horrorizado. No podía escapar. Iba a morir como su abuela.

La luz estaba encendida, seguramente alguien habría olvidado apagarla. Desde allí abajo podía ver las patas de la cómoda de su abuela. Recordó que, en el penúltimo cajón, guardaba sus dibujos.

De pronto, no tuvo tanto miedo. Salió poco a poco de debajo de la cama y agarró la manilla.

Antes de tirar de ella, miró por la ventana, recordando cómo su abuela le alzaba cuando era aún más pequeño, para que pudiese ver todas las cosas como si fuese un gigante. Seguía lloviendo como aquella vez. Allí siempre llovía.

Volvió a centrar su atención en el cajón, tomó aire y tiró de este hacia sí. Del esfuerzo, casi se cae para atrás. Rebuscó entre los camisones de su abuela y encontró lo que quería.

No obstante, esta vez, los seres volvieron a acecharle en la figura del sol pintado en el papel.

Del susto, tropezó con sus propios piececillos que retrocedían asustados. Fue entonces cuando el amarillo se abalanzó sobre él. Aquella bombilla maligna que, sin duda, le iba a matar.

Su cabeza chocó contra el suelo y no volvió a abrir los ojos jamás.

RAMAS ENCORVADAS: historias y desvaríos en florDonde viven las historias. Descúbrelo ahora