Cítrico de un viaje

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Estábamos desayunando en el café al lado de la vieja estación que tanto le gustaba a ella. De fondo sonaba música jazz y de vez en cuando pasaba una de esas molestas moscas por la oreja y me hacía estremecer.

Iba a llover; seguro que por eso las dichosas moscas estaban tan inquietas.

Ella cogió su enorme bolso de cuero y sacó un paquete granate. 

"Aquí tienes", dijo y se levantó para ir al baño.

Miré, confuso, cómo se escapaba de la escena con un repiqueteo de tacones. A continuación mis ojos se encontraron con aquel paquete. Lo cogí, nervioso. No esperaba nada. No después de tanto tiempo, no después de que ella...

Empecé a abrirlo. Mis manos temblaban y mis dedos se mostraron torpes al romper el envoltorio. Apenas había terminado de arrancarlo cuando lo reconocí: su diario de viajes.

Pasé las páginas con sumo cuidado. Aquellos recuerdos olían a pastas y a limón, a nuestra dulce escapada por Europa cuando fuimos jóvenes, antes de que ella cambiase de opinión. Los limoneros estaban en flor para aquel entonces; ella se adelantó al verano para ser ácida.

El café se me estaba enfriando; tomé un sorbo sin apartar la vista de aquel regalo agridulce.

Había vuelto a pedirse un té y pastas, pero se había ido hacía tiempo de aquel café en el que ahora estábamos, ese en el que volvía a regalarme lo envenenado y dulce de nuestro tiempo, sin embargo, sabía que nunca más un amor en flor.

Cerré el diario de golpe y la observé volver a sentarse, cabizbaja, comer una pasta y mirarme de reojo. 

"Sigues oliendo a limones", le dije y ella sonrió.

RAMAS ENCORVADAS: historias y desvaríos en florDonde viven las historias. Descúbrelo ahora