Capítulo VIII.

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   Eran las doce del mediodía cuando estacioné el auto frente al colegio de Julian. Antes de bajarme quité mi chaqueta de mezclilla y la dejé en el asiento, logrando quedar en esa camisa blanca con mangas de estampados militares.

   Justamente cuando descargué el peso de mi cuerpo en la puerta, vi la figura pequeña de mi hijo salir. Me extrañó que no llevase la mochila, por lo que supuse que estaba haciendo alguna actividad. A medida que se fue acercando a mí, pude darme cuenta que la camisa blanca de su uniforme tenía una mancha de mermelada de fresa.

   —¡Papi!

   —No me digas así, no quiero que nadie sepa que tengo un hijo tan feo.

   Jules se cruzó de brazos y frunció el ceño, a lo que yo me coloqué en cuclillas, le hice unas cuantas cosquillas en el abdomen, logrando que él se riera a carcajadas. Luego lo abracé y besé sus mejillas varias veces.

   —Estoy bromeando —le dije—. Eres precioso.

   —¡Como tú!

   —No, tampoco tanto —reí—. Tan igual de hermoso como tu papá, claro que sí. ¿Ya nos vamos?

   —¡No, quiero mostrarte algo! ¡Ven!

   Me levanté cuando Julian tomó mi mano y corrió hacia la entrada del colegio. Tuve que acelerar un poco mis piernas para que él no hiciera tanto esfuerzo. Nos escabullimos por el pasillo y cuando llegamos a su salón, entramos.

   Ahí estaba Paul, junto a su esposa Linda, quien estaba sentada en el escritorio. Ella lucía un bonito vestido lila, el cual estaba algo ajustado sobre su cuerpo; demás tenía una chaqueta negra para el frío, dándole un look sencillo y elegante. Por otro lado, Paul se había cambiado la camisa azul que le había visto en la mañana, y llevaba una blanca de tela fresca, y de mangas largas; aún así, lograba verse muy lindo con el resto de sus prendas marrones.

   Estaban hablando, casi discutiendo, y yo me sentí incómodo.

   —¡Mira! —Jules me jaló hacia el interior del aula, para el lado de la ventana. Fue tan rápido que no me dio tiempo ni de saludar, aunque agradecí eso: iba a ser muy cortante hacerlo—. ¡Mira!

   Subí mis lentes con el dedo índice y rasqué mi escaza barba al ver unas peceras vacías, justo en el pequeño orillo, que estaba justo en frente de la ventana. Tenía algo de periódico picado, viruta, una rueda en una esquina, un recipiente de agua y alrededor de siete hámsteres rusos.

   Me coloqué en cuclillas para lograr que mi cara quedara frente al vidrio, y Jules no tardó mucho en sentarse en mis piernas.

   —Qué bonitos son, papito.

   —Y asquerosos —le dije, viendo como uno de ellos se lamía las patitas—. Qué asco.

   —No es cierto —murmuró, colocando su dedito sobre el vidrio—. Oye, ¿sabías que todas son hembras?

   «Tijeras y dedos», pensé.

   —¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

   —Porque los machos son territoriales y se comen a los otros machos.

   «Así cómo yo me voy a comer al nalgón», pensé y solté una risita al darme cuenta de lo idiota que era.

   —¿De qué te ríes, papito?

   —De ti. Mentira, de nada —le dije—. ¿Y qué más aprendiste?

   —Que se comen a sus hijitos.

   —Así cómo yo lo haré contigo.

   Julian soltó una pequeña risita y quedó mirando con detalle un hámster que estaba pegado al vidrio, cubierto con la viruta.

Your Heart is all I have ➳ McLennonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora