Olivia (2). La fama no siempre agrada.

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Si Olivia se caracterizaba por algo, era por su formalidad con los horarios del trabajo. Pero desde que se enteró del empleo que desempeñaban sus nuevos jefes, estaba empezando a faltar más que cuando tenía clase de gimnasia en el instituto. Se pasaba el día haciendo recados innecesarios y dejando a Pepper la presencia en las nuevas oficinas, que por supuesto, como temía Olivia, habían sido llenas de materiales de atrezo y fotografía.

Jeremy y Aaron eran un grupo de fotógrafos americanos, famosos por sus fotos a famosos de todo el mundo. Tan famosos eran, que les habían concedido un cuantioso contrato a cambio de un reality en Inglaterra. Y ese era el problema. Cuanto más tiempo pasara Olivia en esas oficinas, más probabilidades de ser grabada. No podía permitirse ese lujo. Se había ido de Londres para evitar que el rumor de lo suyo se corriera. Si salía en un programa terminarían dando con ella y sabiéndose todo en Liverpool. No podía pasar por eso de nuevo. Terminaría por tomar soluciones demasiado drásticas si tenía que volver a pasar por el mismo infierno. Pero el sino tenía otros planes menos benévolos y sus nuevos jefes le habían demandado presentarse a una fiesta. Así que ahí estaba Olivia frente al espejo. Solo ella, su reflejo y Mofeta haciendo la croqueta sobre todos los vestidos de cóctel sobre la cama.

—Deja de impregnar tu olor en mi ropa, Mofeta —dijo Olivia al pequeño perro que la miraba panza arriba.

Maldito chucho. Era adorable. Olivia no entendía como el animal y su padre no se soportaban. El primero le mordía las zapatillas al segundo y el segundo le daba para comer coles de brusela al primero. Su padre aún no se había dado cuenta que darle coles a Mofeta era como darle balas a un cazador. Solo empeoraba la situación.

Olivia cogió al feliz perro y lo dejó sobre el suelo. Mofeta, molesto por ser echado, se fue de la habitación con el rabo bien alto y cinco minutos más tarde se oyó al señor Orwell maldecir por lo mal que olía en la salita de estar.

Quedándose sola, miró la cantidad de vestidos sobre la cama y escogió uno al azar. No quería ir a la dichosa fiesta. Aunque ya sabía la respuesta, cogió su móvil e hizo una última y desesperada llamada.

—¿Si? —dijo una voz mientras se oía una risa de fondo.

—Pepper, por favor. Ve tú a la fiesta —le imploró, dejando todo su orgullo donde sea que estuvieran las coles de brusela que se comió Mofeta el día anterior.

—¡Qué no! No seas pesada. Llevo estas semanas haciendo todo tu trabajo. Hoy es mi día libre —dijo Pepper alejándose del murmullo que se oía de fondo.

—Pero es que —intentó protestar.

—Es que nada. Tú vas y punto. Si es una fiesta genial.

Mientras Pepper prodigaba un montón de alabanzas hacia la fiesta de unos tal Milton, Olivia se seguía preparando sin mucho ánimo, pero sabiendo que era inevitable su presencia en la fatídica fiesta. Cuando Pepper ya estaba empezando a rimar los adjetivos como método para que Olivia estuviera más receptiva, cuando el timbre sonó.

—Oye, tengo que dejarte. Creo que ya han venido a por mí —dijo con un deje de lástima mientras se asomaba a la ventana—. Oh, Dios mío —exclamó al ver a su jefe el vagabundo subido a una Harley con sidecar. ¿Quién ponía un sidecar a una Harley?

Sin darse cuenta, Olivia había colgado y bajado las escaleras en pocas zancadas para comprobar la escena. Su padre, un hombre alto, calvo y desgarbado que vivía dentro de su bata, frente a su jefe el vagabundo con gafas de sol, esmoquin sin corbata y botas de cowboy. Mientras el perro se meaba en el geranio de la entrada. Una escena bastante hilarante e, irónicamente, posiblemente el sueño de cualquier fotógrafo moderno con ínfulas de artista callejero. Olivia de frotó los ojos con la mano como analizando la situación y se reajustó la ropa que se había movido en frenético descenso hasta la entrada. Enseguida se percató de que debía hacer algo para disolver esa estampa. No era que si su jefe y su padre se conocían fuera a ser el peor de sus problemas, pero tampoco le hacía especial gracia la idea.

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