Desde el no encuentro en el aeropuerto, día sí, día también, recibía notas en su casa. Las descubrió la primera la noche que fue a auto compadecerse después de lo ocurrido con las coleccionistas. Docenas de rosas sueltas sepultaban su puerta. Algunas resecas, otras marchitas por el tiempo, descompuestas sobre las losas de la entrada. En todas la misma nota sujeta con cordón negro:
Relámpago en tinieblas, fugitiva belleza,
por tu brusca mirada me siento renacido.
¿Volveré acaso a verte? ¿Serás eterno olvido?
Olivia no podía evitar estremecerse. Esas palabras se le antojaban demasiado lejanas para lo íntimas que pretendían ser. La caligrafía a ordenador resultaba impersonal, calculada, hecha a posta para ocultar la mano ejecutora de ese acoso. Porque eso comenzaba a ser acoso.
Desde que supo que tenía esa clase de correspondencia iba todos los días a su casa con el fin de que los vecinos no chismorrearan. Ya que ninguno parecía ser de utilidad. Los interrogó con la intención de sacar unos cuantos testigos que declarasen en cualquier juicio que, antes de morir, alguien la acosaba. Tal vez algo dramático, pero nada en comparación con ver varias docenas de rosas pudrirse en su jardín. Los vecinos, por desgracia, no habían visto ni oído nada. Ninguno había notado la cortina de bichos alrededor de las marchitas flores. Pero cuando Olivia volvió borracha por primera vez con diecisiete años, a media noche, todos se despertaron a la vez. Era evidente que su acosador era más sigiloso y no se tropezaba con maceteros de piedra.
Esta nueva obligación la mantenía entretenida lo suficiente para no pensar en que, tanto Jules como Annabel habían ignorado su mensaje de confesión. Les contó todo. Había desnudado sus peores secretos ante ellas y ninguna contestó. Ni las colecciones. De las que estaba convencida que habrían oído su mensaje. Olivia se quedó más sola e inquieta que un ratón en medio de una gatería.
Sin embargo, decidió no preocupar más a su padre. Ya tenía suficiente el señor Carlson con lo suyo, como para darle más disgustos. Olivia no se había planteado una teoría así hasta que Jeremy le otorgó una explicación de su peculiar visión. Según la ciencia, los pacientes en coma oían todo lo que les decían las visitas, por lo que, tarde o temprano, si ese estado se alargaba en el tiempo, las visitas comenzaban a desahogarse con el perfecto oyente. Jeremy estaba convencido de que por eso había mucha gente que no despertaba, porque habían oído tantas desgracias y discusiones en su estado, que preferían quedarse donde estaban a tener que volver a terminar formando parte de toda esa negatividad. Desde entonces Olivia solo le contaba a su padre lo mucho que le necesitaba despierto-además de que le llevaba gofres con nata, el olfato también contaba-, a ver si así el hombre se animaba y abría el ojo.
El doctor Stan, que ese día se ofreció a acompañarla, ya estaba informado de dichas tradiciones con el señor Carlson. A Olivia no le gustaba. No el doctor. Él no estaba mal, era simpático y esas cosas. Lo que no le gustaba es que sospechaba que el buen doctor la analizaba. No podía evitarlo, ella lo sabía. Su plan era habérselo presentado a Jules y que la analizase a ella, pero cada vez que recordaba su antiguo plan, Olivia se deprimía.
-¿Le ve buena cara?
-Algo pálido.
-Bueno, lleva más de dos meses en esta habitación.
-A cualquiera se le pondría mal color aquí.
-Has oído, papá. A ver cuándo nos vamos a dar una vuelta. Algo de vitamina D no le hace daño a nadie. Lo dice el doctor Stan. De nombre Lee. Es graciosa la coincidencia, aunque no sepas quién es Stan Lee.
El doctor se aproximó al lado opuesto de la cama y puso una mano en el hombro de Marcus.
-Ya ha oído a su hija, Marcus. Soy doctor, sé de lo que hablo.
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Las coleccionistas de romances
Romantizm¿Si te dieran la posibilidad de ahorrarte decisiones complicadas lo harías? Ellas aceptarán ese juego, que pondrá sobre la mesa todas sus malas decisiones.