Treinta minutos exactos llevaba esperando, o al menos eso le informó su reloj, una adquisición un tanto ambiciosa que se había permitido hace un año, pero de la que nunca se había arrepentido. No podía decir lo mismo del auto que lo esperaba a una cuadra y media, el que, a pesar de las comodidades, seguía pareciéndole innecesario, molesto. Después de casi quince años yendo siempre a pie, un auto, aunque facilitara las cosas, le era más un lastre que una ayuda. Las costumbres, como decía Óscar, es mejor no perderlas nunca.
Treinta y un minutos esperando que él saliera rumbo al departamento que, según le habían dicho, tenía en calle Lastarria, muy cerca de la Biblioteca Nacional, la que visitaba casi todos los días. Él tampoco había perdido las costumbres que durante años le inculcaron Markham y luego la universidad. Tener a la mano un lugar donde despejar dudas era un especie de lema para su antiguo amigo. Así como también lo era el trabajar de más. Quizás era por eso que aún no salía, vestido con un abrigo largo y oscuro y una bufanda gris, por la puerta del hospital que daba a calle Independencia.
No era el primer día que lo esperaba, sino más bien el quinto. Tardó unos menos de una semana en aprender su rutina, pero otras dos en reunir el valor para usar sus averiguaciones y vigilarlo. Tenía toda la información necesaria para interceptarlo en cualquier momento del día a buen resguardo dentro de su memoria. Sabía dónde vivía, dónde trabajaba, la sucursal del correo que utilizaba para enviarle cartas a sus padres. Sabía también que viernes por medio iba al Bar La Unión a tomarse unos tragos con colegas del hospital o ex compañeros de medicina en la Universidad de Chile. Incluso tenía una dirección en la que Ignacio desaparecía unas dos noches a la semana, si los turnos se lo permitían, para reunirse con una mujer de pelo castaño oscuro y pechos pequeños. Según sus informantes, se llamaba Claudia.
Estuvo muchas veces a punto de acercarse y hablarle, a unos pasos de distancia en la calle o a un par de mesas en el bar. Él no lo había reconocido. Eran muchos los años, una barba espesa, el pelo más largo, las arrugas. O de eso se quiso convencer aquella noche en que Ignacio pasó los ojos por su rostro sin detenerse más que un segundo. Al final tuvo que admitir que estaba cambiado, que ya no era el mismo, que ninguno de los dos era ya como antes. Eso lo fue acobardando con el paso de los días. A ese Hola, ¿cómo estás? que había ensayado en innumerables ocasiones se fue sumando un Soy Daniel, un ¿Te acuerdas?, un Éramos compañeros en Markham. A veces, consumido por ese pesimismo que fue siempre tan pesado como sus apellidos, preveía que Ignacio, tras escucharlo, le diría en tono amable ¿Qué Daniel? ¿Daniel cuánto? Por eso acababa retrocediendo, cambiando de idea, posponiendo el instante del saludo, de la charla, del reconocimiento.
Cuando ya eran treinta y ocho los minutos de espera, Ignacio salió por la puerta de siempre, con su abrigo habitual y la misma bufanda rodeando su cuello. Se detuvo en la esquina más cercana con las manos en los bolsillos para combatir el frío, mirando los autos que bajaban por Independencia. Va a tomar un taxi, pensó Daniel, como todos los días. Entonces se dijo que él tenía un auto, él podía llevarlo a su casa o tal vez a tomarse unas copas al Bar Unión, aunque fuera jueves en vez de viernes; no importaba. Pero antes tenía que cruzar la calle, tenía que ponerse a unos pasos de distancia, tenía que hablarle.
─¿Ignacio?
─¿Si?
─Soy yo... Daniel Martínez. ¿Te acuerdas de...?
─¡Obvio que me acuerdo! ¿Cómo no me voy a acordar?
Sonaba fácil dentro de su cabeza, pero fue incapaz. Como el día anterior, vio a Ignacio subirse a un taxi y a este último desaparecer en el tráfico de la avenida rumbo al centro de la ciudad. Rumbo a ese departamento que Daniel sabía perfectamente dónde se encontraba, pero cuya puerta también sería incapaz de golpear.
Se quedó allí cinco, diez minutos, arrebujado en esa chaqueta que Óscar le dio en Argentina como regalo de despedida. Con las manos en los bolsillos como acostumbraba desde adolescente, en aquellos lejanos años en Markham. Despertó cuando la primera gota cayó sobre su frente, deslizándose parsimoniosa hasta su ceja oscura. Se secó con la manga de la chaqueta y miró alrededor, notando de golpe que había más gente en la vereda, o cruzando la calle que él no se atrevió a cruzar. Santiago era un hervidero de personas grises, acostumbradas a un invierno que ya llevaba nueve años consumiendo al país. Uno de sus nuevos amigos le dijo nada más cruzar el paso cordillerano que ahora la capital era como un Cementerio General enorme, con tumbas en cualquier calle, algunas abiertas, al aire libre. Daniel no quiso decirle ese día que uno de sus mejores amigos estaba enterrado en el Cementerio General, bajo una lápida que él nunca había visto, una que no alcanzaría a ver.
Llegó a su auto, abrió la puerta y se metió dentro sin tomar sus habituales precauciones. Quiso creer que escapaba del frío y de la lluvia, pero lo cierto es que ya comenzaba a escapar de Santiago. Solo sintió el cañón de la pistola en la nuca después de cerrar la puerta, encender el motor y avanzar unos metros. A través del espejo retrovisor vio parte de la cabeza de su atacante, el pelo castaño, las cejas prominentes.
─Conduce─ dijo en un susurro que a Daniel le heló la sangre. Conocía esa voz. La había escuchado un par de veces en grabaciones. Sabía que pocas personas sobrevivían tras oírla.
Tal vez fue en ese momento cuando intuyó lo que le esperaba.
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Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)
Mystery / ThrillerSEGUNDA PARTE DE LA SAGA DE LOS SERES ABISALES. (Se recomienda leer antes El Club) Vicente Santander recibe la visita de una mujer que busca a su hermano, mientras Ramiro Aránguiz, en el otro extremo de la ciudad de Santiago, investiga junto a su c...