CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

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Mariana tenía dificultades para que conseguir que sus manos dejaran de temblar, así que mientras el mesero se alejaba con su pedido anotado en un talonario de papel roneo y Manuel se enfrentaba a sus propios nervios alterados, ella respiró hondo, al tiempo que estiraba y contraía sus dedos una y otra vez debajo de la mesa. No llevaba una vida especialmente tranquila, más bien todo lo contrario, pero no recordaba haberse sentido así en los últimos meses. Ni todos los planes hechos para hacer caer a Salvador Mackena, ni la ejecución de estos, ni siquiera esa noche en que se había introducido ilegalmente al departamento de Vicente Santander para esperar a Ramiro (quien, sospechaba, también estaba entrando al inmueble sin autorización de su propietario), sabiendo que el joven era inestable y violento la habían dejado en ese estado de tensión. 

La clave es que en esas ocasiones había estado preparada para casi todo y había puesto en peligro su vida o la de personas que, como ella, conocían los riesgos. Podían ser solo un grupo de rebeldes intentando vencer a los poderosos con planes clandestinos, pero eran siempre los que movían primero. 

La llegada de Mackena al hospital la había tomado por sorpresa. Jamás habría imaginado que el hombre fuera capaz de una acción tan errática e intempestiva. Salvador Mackena, maquinador y cuidadoso, visitando de pronto al hombre que había mandando secuestrar y golpear solo unos días antes; era absurdo. Y, al mismo tiempo, tenía sentido. Significaba que se estaban acercando y que él lo sabía. Estaba desesperado y aquello les daba ventaja, pero también aumentaba los riesgos. 

El riesgo, ese día, había sido la seguridad de Manuel. Mientras obligaba a su mente y a su cuerpo a calmarse, asimiló lo innegable: si seguía temblando era porque el muchacho había estado allí, cerca de Mackena. Y lo peor es que ella lo había dejado solo durante largos minutos para ir a buscar ayuda. Había verificado que estuviera intacto y sabía que lo estaba, al menos en términos físicos. Mackena no le había puesto un dedo encima. Pero habían compartido el mismo espacio y eso era suficiente para que ella no pudiera dejar de pensar en las implicaciones: ¿el hombre sabía que ellos estarían allí y por eso hizo la visita? ¿Para quién era el mensaje, para Vicente o para Manuel? ¿Cuál sería el siguiente movimiento? ¿Qué haría ella a continuación. 

—Tenemos que decirle —susurró de pronto el joven frente a ella. 

Su cuello se tensó, negándose a servir de engranaje para que su cabeza se alzara y ella pudiera mirar a Manuel. Se sentía demasiado culpable para enfrentarse a los ojos oscuros del muchacho. 

—¿A quién? —preguntó, aún con la vista fija en sus manos. 

—A Ramiro. Él tiene que saber lo que pasó, tiene que hacer algo...

Mariana respiró hondo de nuevo. Luego, reuniendo valor, observó a Manuel. 

 —Es mejor que no.

—¿Cómo que...?

—Tú sabes muy bien cómo es Ramiro. Si le contamos lo que pasó, nadie va a poder calmarlo. Irá a buscar a Mackena y...

—¡Eso es lo que tiene que hacer!

Negó lentamente con la cabeza y mientras lo hacía vio que el brillo de miedo y furia en las pupilas de Manuel se intensificaba. Durante las cuadras que habían caminado para llegar a la cafetería donde se encontraban ahora apenas habían hablado. Él estaba inmerso en sus pensamientos, en un estado semejante al shock. Ahora, sin embargo, volvía a ser el mismo que le hablaba a veces, lleno de impotencia por ser demasiado joven para que alguien tomara en cuenta sus planes. Ella recordaba muy bien esa sensación, de tener catorce o quince años y querer arreglar el mundo a punta de rabia. 

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora