CAPÍTULO TRES

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Vicente cerró la puerta de su departamento a su espalda con cuidado, como si quisiera evitar que alguien en el interior se despertara, a pesar de saber que no había nadie, igual que siempre. Se quitó el abrigo, el que colgó de un gancho de madera puesto con ese fin a un costado de la entrada. Llevaba el maletín de cuero que su madre le había regalado tres cumpleaños atrás en la mano, pero lo dejó caer sin darse cuenta. Caminó con los miembros lánguidos hasta su habitación, cuya puerta estaba abierta de par en par, dejando ver la cama  y un velador con una solitaria lámpara encima. 

Cualquier otro día, su primera parada hubiera sido la cocina. Nunca había sido buen cocinero, pero, viviendo solo, no tenía más opción que intentarlo noche tras noche, aunque los resultados fueran un ataque a traición para su estómago. Manuel le había dicho en varias ocasiones que su mamá podía mandarle comida casera, de la buena, pero Vicente se había negado, a pesar de saber que pocas personas cocinaban como la señora Gladys, la madre de su ayudante, y que seguramente a ella no le importaría. Se negó porque su intención al irse de la casa de su propia madre no era cambiarla por otra, sino independizarse de verdad. Por eso también se esforzaba semana a semana y día tras día por limpiar y mantener el orden, a pesar de no ser una persona ordenada por naturaleza. No quería vivir en un chiquero ni tampoco era su intención ir a la oficina o, peor aún, a los juzgados, con la ropa sucia o arrugada. Podría haber intentado contratar a alguien para que hiciera todo eso por él, pero lo cierto es que no tenía los miedos ni las ganas para que alguien que no conocía se metiera en su casa. Así que limpiaba y, más allá de su falta de talento culinario, mantenía llena la despensa desde que uno de sus hermanos le había hecho una visita imprevista y lo único que había podido servirle fue un vaso de agua sin hielo. Nadie podía decir que fuera un soltero descuidado, ni con su departamento, ni consigo mismo. Quizás no tenía la vida que a sus padres hubieran deseado, mucho menos la cuenta de ahorros que estos habrían querido, pero eso a él nunca le había importado tanto como debería. 

Avanzó hasta su habitación sin detenerse a pensar en el hambre que hacía rugir a su estómago, porque aunque llevaba varias horas sin comer, era incapaz de sentir más que un leve malestar general en todo el cuerpo. Tenía las manos adormecidas, un palpitar constante en la sien izquierda y frío, mucho frío. En otras circunstancias habría pensado que estaba incubando una bacteria o que se le echaría encima una gripe considerable. Sin embargo, tenía muy claro que no era más que la tensión acumulada por culpa de ese largo día. 

Se sentó a los pies de su cama y del bolsillo de la chaqueta de su traje sacó la foto de Daniel Martínez y la dirección del diario La Bruma, donde trabajaba Frank. Sostuvo ambas entre las manos y las miró, a pesar de que no necesitaba hacerlo. Si cerraba los ojos podía ver sin problemas la imagen que mostraba la foto y podía recitar de memoria la dirección. Pero necesitaba tocarlas para convencerse de que eran reales y no un producto de su imaginación. Necesitaba estar seguro de que su mente no había llegado hasta ese punto debido a Ramiro. Porque sí, lo peor de todo era que, al final, el caso se trataba de él. De Markham, del grupo de próceres que habían conocido con doce años y de Ramiro. 

Mirando la fotografía, dejó que el entumecimiento con el que había batallado desde la visita de María José Martínez lo venciera. Pensó en acostarse y rogar en silencio para que al día siguiente cualquier malestar se hubiera ido. Pero no podía apartar los ojos de la imagen.  Allí sentado, con el silencio de su departamento vacío como testigo y sin el miedo de que Manuel pudiera entrar en cualquier momento, Vicente no pudo imaginársela distinta. No pudo evitar verla de la manera que hubiera sido de haber ocurrido todo de otra forma. Vio a Daniel aún en el centro, pero a su lado ya no estaba ese par de padres que lucían tan incómodos y fuera de lugar, sino que lo rodeaban los tres amigos que el muchacho había tenido en el colegio. Fueron apareciendo uno a uno, de diecisiete años, tal como los recordaba. 

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora