CAPÍTULO TREINTA

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—Yo creo que hay que entrar a asumir que ese hueón no va a venir, Ramiro —dijo Hugo en voz baja, cuidando de no perturbar demasiado a su compañero. Pero como sucedía muchas veces, el joven apenas se inmutó en el exterior. 

—¿Qué hora es?

Hugo miró su reloj de pulsera. 

—Casi las tres y media. 

Ramiro asintió antes de carraspear levemente. Hace unos quince minutos que había apagado el último cigarro y por la forma en que tamborileaba con los dedos sobre su rodilla, parecía necesitar otro. A Hugo no le gustaba precisamente el vicio, sobre todo porque su mujer ya había comenzado a reclamarle por el olor que llevaba impregnado a la casa todos los días. Sin embargo, comparado con las cosas que su amigo podía llegar a ser bajo un estado de vigilancia y desesperación, aquella le parecía la más inofensiva. 

—¿Nos vamos o no?

—Debería haber venido. 

—Sí, pero no vino. 

—Algo pasó. 

—Seguramente se agarró los testículos con el cierre del pantalón y le duelen mucho para ponerlos a trabajar. —Cuando Ramiro se giró para observarlo con hastío, se encogió de hombros—. O simplemente tuvo otras cosas que hacer. 

El joven volvió a asentir, esta vez con más lentitud. 

—Ese es el punto: ¿qué cosas? ¿Dónde? ¿Están esas cosas relacionadas con Vicente?

—¿Cómo quieres que sepa? Soy de la PDI, no un médium. O era de la PDI, ya ni sé...

En esa ocasión, ambos se quedaron en silencio unos segundos. Hugo tenía el presentimiento de que su amigo diría algo. Ramiro, siendo alguien tan callado, sabía distinguir entre los silencios que eran solo una pausa en la charla y los que no, los que hablaban más que las palabras. 

—¿Crees que te expulsarán definitivamente o...?

Hugo sonrió, la mirada fija en el parabrisas del auto, empañado por el frío y la humedad de la noche. A unos veinte metros de distancia, las luces del prostíbulo que había visitado la noche anterior alumbraban la calle. Ellos, sin embargo, se hallaban más allá del halo rojizo de la casa y del débil foco de la esquina. Con el motor apagado y Ramiro sin fumar, eran seguramente apenas una silueta en un callejón. 

—No sé si quiero volver. 

—La PDI es tu vida, hombre. 

—Error. Mi esposa y mis hijas son mi vida. La PDI es mi trabajo. Y no uno que me hiciera muy feliz en los últimos meses. 

Ramiro se removió inquieto a su lado. 

—¿Y qué vas a hacer? ¿En qué vas a trabajar?

—De momento hago de niñera de un detective expulsado para que no se vuelva loco por las calles de Santiago. También cuido a un adolescente que en el fondo tiene las hueas más claras que yo y sobre todo que el detective retirado. Y también busco al amigo de un amigo... 

—Pero, ¿después?

Escuchó su propia respiración, profunda y pensativa, y una parte de sí se sorprendió ante la duda, a pesar de llevarla enquistada en la mente desde hace días. ¿Habrá un después?, pensó en preguntar en voz alta, pero no lo hizo. No quiso tirarle más mierda encima a Ramiro. 

—Ya veré. Quizás me dedico al canto. 

—¿Qué? 

Al ver que su amigo reía, Hugo se obligó a dejar de lado sus preocupaciones. Con la cabeza inclinada hacia atrás en una muy buena imitación de entusiasmo, comenzó a cantar la canción favorita de sus hijas. 

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora