CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

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—Es ahí, en la casa amarilla... 

Ramiro se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano, al tiempo que buscaba con la mirada la vivienda que era su destino. 

—¿Segura que nos va a poder atender? —preguntó en voz baja. 

—Sí, él siempre está.

Menos de un minuto después, Ramiro frenó con toda la delicadeza que pudo frente a la casa que Isa le había indicado. No quería que Hugo se volviera a quejar como había hecho con cada curva o salto durante el trayecto hacia Recoleta, aunque era mejor saber que estaba lo suficientemente despierto para quejarse. Lo peores momentos habían sido los delirios, en especial cuando había llamado a su esposa primero y luego a una tal Carolina. Sospechaba que era un amor adolescente. Le preguntaría cuando estuviera en condiciones de responder. 

Si es que lo está de nuevo, pensó sin poder evitarlo. Aunque el viaje no había tardado más de quince minutos, no pasaba por alto el hecho de que Hugo había casi perdido la conciencia tres veces y que en la última ocasión a Isa le había costado mucho volver a despertarlo. 

—Se pondrá bien —dijo en voz baja, casi inaudible, mientras apagaba el motor. Se giró hacia Isa—. Golpea hasta que nos abran. Yo voy a intentar bajarlo. 

La joven se puso en movimiento de inmediato. Con los bajos de su vestido ondeando, que era colo amarillo esa noche, se acercó a la casa y comenzó a aporrear la puerta. Alrededor, todas las demás viviendas estaban a oscuras, durmientes. Ellos eran una mancha en medio de una ciudad que, con los años, se había acostumbrado a acostarse temprano. Por fortuna, no se habían topado con ninguna patrulla en el camino. Ya no tenía una placa que hiciera las cosas más fáciles de explicar, sobre todo cuando esas cosas podían resumirse en ropa manchada de sangre y un herido en el asiento trasero. 

Abrió la puerta del auto y con el cuerpo entumecido se acercó a donde su amigo se hallaba recostado. El auto de Vicente era un desastre, pero no era el momento para preocuparse por eso. Lo alarmante era que la herida de Hugo no paraba de sangrar y este ya no era capaz de presionarla con demasiada fuerza. El líquido se escurría por entre sus dedos y su respiración se había vuelto ruidosa y pausada. Su entrenamiento lo había preparado para situaciones así y fue gracias a eso que lo supo: lo estaba perdiendo. Si no hacían algo pronto, Hugo moriría. 

—Ramiro... —murmuró este cuando se sentó a su lado y con cuidado quitó su mano para ver la herida. Apretó la mandíbula al ver el trozo de carne faltante—. Ramiro... lo vamos a encontrar...

—¿A quién?

—A Vicente... Va a volver, yo lo sé...

Ramiro observó el rostro pálido del hombre. Habría podido describir cada uno de sus rasgos con facilidad, sin siquiera forzar la memoria. En los últimos años, se había preguntado muchas veces que se sentiría ser Hugo Farías. Tener una mujer que lo amaba, dos hijas, una casa a la que llegar sonriente al final de la jornada. Pero sobre todo, gracias al recuerdo de ese rostro, se había preguntado en innumerables ocasiones qué se sentiría tener un padre de verdad. 

—Él ya volvió —dijo, mirando hacia Isa y la puerta que nadie abría aún. 

Hugo sonrió.

—Entonces... Entonces vas a poder estar con él...

Ramiro cerró los ojos, sin saber qué responder. 

—No hables más. Tienes que guardar fuerzas.

El hombre se removió en el asiento y su rostro completo se contorsionó a causa del dolor. Cuando volvió a mirarlo, sus ojos lucían menos opacos y a la expresión de somnolencia la había sustituido una de miedo. 

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora