CAPÍTULO SESENTA Y NUEVE

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Frank estaba sentado en la silla con la mirada perdida. El interrogatorio a Vicente se estaba alargando más que el suyo, ocurrido un par de días atrás. Se arrepintió de no haber traído algo para leer. La espalda había comenzado a dolerle por estar tanto rato encorvado, con los codos apoyados en las rodillas. Así que se irguió y descansó en el respaldo de la silla. No era especialmente cómodo, pero su columna se lo agradeció.

Se giró hacia la puerta de la sala donde estaban Lagos, Hugo y Vicente cuando escuchó un chirrido amortiguado que anunciaba que alguien se estaba poniendo de pie. Él hizo lo mismo, justo cuando atrás suyo resonaban unos pasos. Mientras había estado allí vio a mucha gente ir y venir, así que no se giró para ver de quién se trataba esa vez; no era asunto suyo. Esperó a que la puerta de la sala se abriera y por ella saliera Vicente. Bastaron algunos segundos para que eso ocurriera. El primero en salir fue Lagos, seguido de Vicente y, al final, Hugo. A pesar de esto, el detective fue quien primero se quedó de piedra en el puesto, la mano en torno al pomo. Sus ojos estaban fijos en el extremo opuesto de la oficina y su tensión fue tan repentina y notoria que Lagos y Vicente no tardaron en mirar en la misma dirección. Frank vio que el joven palidecía de golpe en los segundos que tardó en voltearse él también.

Salvador Mackena estaba de pie junto a un hombre tan bien vestido como él. Tenía las manos en los bolsillos, el pelo peinado hacia el lado y una ligera sonrisa en los labios. A pesar de esta, su expresión era tensa, en especial por los párpados entrecerrados. Lucía como un profesor a punto de dar una reprimenda, saboreando la confusión de sus alumnos. Todos alrededor guardaron silencio.

—Buenos días —dijo el hombre a su lado pasados unos segundos—. ¿El fiscal Lagos?

Eduardo Lagos se adelantó unos pasos.

—Soy yo... Lo siento, pero... —Frank escuchó que el hombre carraspeaba levemente para recuperar la compostura—. Señor Mackena, tenía entendido que su cita con nosotros era a la una de la tarde.

Mackena pestañeó, mientras el desconocido avanzaba hacia Lagos. Le extendió una tarjeta que sacó del bolsillo alto de su vestón.

—Felipe Otero, abogado del señor Mackena. Necesito que aclaremos qué está pasando aquí, fiscal. —Abrió su maletín de cuero y sacó un sobre que alguien había abierto a lo largo con brusquedad—. ¿Me podría explicar por qué mi cliente recibió una citación de fiscalía para declarar?

—Como sale en el documento, se le citó en calidad de sospechoso.

—¿Sospechoso? —El abogado, que debía tener unos cuarenta años, imprimió a sus palabras todo el desprecio que pudo—. ¿Se da cuenta de quién es mi cliente?

—Sí, abogado. Lo tengo muy claro. —Los ojos de Lagos se desviaron hacia Mackena un segundo—. El que al parecer no tiene muy claro quién soy yo, o para quién trabajo, es él. Le sugiero a ambos que vuelvan por donde vinieron y regresen a la hora en que el señor Mackena fue citado.

Otero bufó. A dicho sonido se sumó de pronto el timbre de un teléfono que pronto alguien contestó en voz baja.

—Mi cliente no puede someterse a sus horarios, Lagos. Es un hombre ocupado. Así que le recomiendo que termine con este juego ahora mismo o de lo contrario se meterá en muchos problemas.

—¿Eso es una amenaza, abogado? Porque le recuerdo que está parado en medio de una oficina de la PDI, con muchas personas como testigos. —El hombre frente a él se irguió, sin quitarle los ojos de encima—. Muy bien, voy a tener la gentileza de atenderlos a usted y a su cliente ahora mismo. Pero le sugiero que se guarde sus matonerías, porque acá las preguntas las hacemos nosotros. Y los problemas con los que usted me amenaza no son nada en comparación con los que tiene su cliente.

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora