CAPÍTULO CUARENTA

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Para cuando Ignacio pudo volver a la habitación común que ocupaba Vicente Santander, su superior directo, el doctor Sergio Carrión, ya lo había reprendido por su comportamiento en el último tiempo. El sermón del cirujano había sido largo, pero lo cierto es que él solo había escuchado la mitad, quizás menos. El cansancio que sentía en ese punto era tal que se sostenía en pie solo por la inercia. Era cierto que la costumbre y el ritmo de trabajo adquiridos durante sus años de estudiante e interno, desde lo que no había pasado tanto tiempo como a veces creía, le ayudaban a soportar el agotamiento, pero ni siquiera en esa época recordaba haberse exigido tanto. 

Según el cálculo aproximado que le permitía su cerebro necesitado de descanso, llevaba casi treinta y dos horas despierto, con solo pequeños descansos entre medio, mucha agua y comidas de las que se pueden ingerir de pie y en menos de cinco mordiscos. Lo peor de todo es que seis de ellas eran horas extras que nadie, mucho menos su superior, habían solicitado ni autorizado. Por eso se había ganado una visita al despacho de Carrión, cosa inédita en su carrera. 

—Lara, usted no solo es uno de los mejores profesionales que tengo a cargo ahora, sino uno de los mejores que he tenido a cargo en toda mi carrera. No tengo reclamos sobre su desempeño... hasta lo de esta semana —recordó que le había dicho el hombre, con el ceño fruncido bajo el cabello grisáceo y peinado al más puro estilo de los sabios griegos. —Usted es más que un profesional a mi cargo. No olvido que es el prometido de la mejor amiga de mi hija, a la que considero como alguien de mi familia. No me decepcione y váyase a dormir. 

Él le había prometido hacer ambas cosas, con especial énfasis en la segunda. Pero allí estaba, de nuevo en la UCI, mirando el grupo que formaban los Santander en torno a Vicente, que al parecer dormía en esos momentos. 

Una enfermera que cargaba insumos pasó por su lado, así que la detuvo con un gesto. No le pasó desapercibida la expresión de la mujer al darse cuenta de quién era. Durante la mañana se había extendido por todo el hospital su extraño comportamiento y la aparente obsesión que tenía con un paciente que no tenía nada que ver con su especialidad. 

—¿Cómo se encuentra... ese joven...?

—Estable. 

—¿Lo van a trasladar a alguna otra...?

—Si quiere saber más, pregúntele al médico a cargo. 

Sin esperar a ver la reacción de Ignacio, la mujer se alejó con su carga entre los brazos. Él desvió la mirada hacia el suelo, consciente de que era el momento indicado para por fin irse a disfrutar del día completo descanso que Carrión le había dado para que se recuperara. Seguramente Claudia, su novia, lo llamaría durante la tarde y al saber que tenía tiempo libre lo arrastrara a alguna reunión social de esas que le gustaban tanto. Sería en Providencia o, si tenía menos suerte, en Las Condes o Vitacura. Sería una cena tipo cóctel, con anfitriones e invitados con apellidos compuestos educados en colegios privados cuyas matrículas sí habían pagado sus padres. Le preguntarían a qué se dedicaba y cuando él dijera que era médico, indagarían más, asumiendo que era el último de una larga casta de profesionales de la salud. Entonces, él intentaría decirles que no, que su padre era un funcionario público de Concepción, pero Claudia se adelantaría para responder por él, eligiendo tan bien su respuesta que sus receptores creerían que Lara era un apellido de tan alta alcurnia como los suyos. 

—Doctor... —dijo una voz a su lado. Cuando se fijó en la persona que había hablado, vio a un médico de mediana edad, al que conocía de vista pero no de nombre. Leyó este último en el bolsillo izquierdo de su cotona blanca. 

—Doctor Tapia, buenos días. 

—Veo que vino a visitar de nuevo a su paciente... Me dicen que usted fue el primero en atenderlo cuando despertó. 

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora