CAPÍTULO VEINTISÉIS

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Con todas las cajas ya en la oficina y tres raciones de comida que Hugo y Manuel compraron en un restaurante cercano, los tres se pusieron a trabajar. Ramiro Aránguiz se fue hacia el escritorio de Vicente y allí revisó a conciencia los papeles de una caja. Su plato de fideos con salsa quedó casi intacto, pero pronto la cajetilla de cigarros que había mandado a comprar se vació. 

En la sala, Hugo y Manuel se hicieron con un rincón y allí comieron y leyeron los documentos. Estos consistían sobre todo en informes escritos a máquina sobre niños y adolescentes de ambos sexos desaparecidos, lugares donde en su mayoría hombres pagaban por tener relaciones sexuales con menores de edad y posibles clientes. Entre estos últimos, Manuel reconoció algunos nombres: políticos de poca importancia, un par de famosos y varios sacerdotes católicos. Mientras pasaba de una carpeta a otra, el muchacho se removía de incomodidad. Un par de veces, el detective levantó la mirada de lo que él mismo leía con el ceño fruncido y le lanzaba una sonrisa de ánimo. En una ocasión, incluso, esa sonrisa se convirtió en una pregunta. 

—¿Estás bien?

Manuel había meditado su respuesta. Lo cierto era que tenía una especie de nudo en la garganta, pero aparte de eso, lo estaba soportando. No era la primera vez que veía cosas así, en especial desde que trabajaba con Vicente. Quien no se enteraba de lo que algunas personas le podían hacer a otras era solo porque no abría los ojos. Pero otra cosa era leer sobre ellas y ver fotos de las víctimas y los culpables, y saber que eran horrores que probablemente no tendrían justicia. 

—Tengo rabia —dijo al fin—. ¿Por qué la gente como usted no para estas cosas?

Hugo dejó a un lado la carpeta que tenía en las manos y se inclinó hacia delante, los brazos apoyados en las rodillas. 

—Por ellos son más que nosotros. Porque no damos a basto...

—Mi mamá siempre dice que la gente buena es mayoría, solo que piensan que están solos. 

—Es verdad... Pero la gente buena, aunque sea más, no puede hacerse cargo de estas mierdas. 

—¿Por qué no?

—Porque uno nunca sale de algo así indemne. Se paga un precio y es un precio alto. —El hombre respiró hondo y al hacerlo se vio más viejo—. Entiendo si no puedes...

—Puedo. ¿De dónde cree que vengo yo? ¿De una cunita de oro, de una burbuja? No... Sé muy bien no vivo en una película de Disney. 

—Bien. Eso está bien. Eres una buena persona, Manuel. Un buen cabro y no estás solo. Acá nadie está solo. 

—Vicente sí. —El muchacho se pasó la mano por los ojos, intentando que las lágrimas no llegaran a sus mejillas—. Está solo...

—Eso va a cambiar pronto. 

Se quedaron en silencio y, pasados unos minutos, volvieron a los archivos. Casi media hora después, en la segunda caja que le tocaba revisar, Manuel encontró la carpeta azul que Mariana Duarte le había señalado como la más importante, la que tenía los pocos datos del hombre que podía llevarlos hacia Salvador Mackena. La tomó con cuidado, tragando saliva con dificultad. De refilón observó a Hugo, pero este estaba demasiado inmerso en la lectura. Así que el muchacho abrió la carpeta y leyó la primera hoja. 

Miguel Durán.

Ese era el nombre de uno de los posibles captores de Vicente. 


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Frank llegó a La Bruma y el trajín de sus compañeros lo sorprendió. Había vagado desde la capitanía hasta su trabajo, demasiado desconectado de lo que le rodeaba. Las voces de los periodistas haciendo preguntas a entrevistados por teléfono, las peleas por cuál nota estaría lista primero o la lucha con el fotógrafo de turno para conseguir la foto perfecta, todo eso lo golpeó con la fuerza de un balde agua. 

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora