CAPITULO XVI

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En un pequeño descanso de su día, Liona se encontró sentada debajo de un hermoso árbol de hojas anaranjadas, dejando que la fría brisa del otoño acariciara su tez, mientras se entretenía pensando en lo mucho que había cambiado desde el momento en que Dante apareció en su vida.

Para ella era increíble cómo, además de haber superado su reticencia a amar, se había enfrentado a una mujer descarada por atentar contra su matrimonio y seducir a su marido con tanta desfachatez.

Todo era tan surrealista, tan distanciado de la Liona que fue no hace tanto y todo ello por él. Y por la persistencia de su padre, claro. Pensó, sonriendo, al recordar lo reacia que estuvo y todas las barbaridades que intentó para librarse del hombre que, contrario a lo que pensó, la había liberado.

Sí, liberado. Porque por años vivió encerrada en sí misma, en su dura coraza, rechazando cualquier mínimo impulso de permitirse ser feliz, amada y dejarse llevar por el romanticismo o los halagos otorgados a su persona pero, sobre todo, se había librado del miedo; pues debajo de toda esa capa de rudeza se encontraba el temor a enamorarse perdidamente una vez más y que la ultrajaran y humillaran como sucedió en el pasado.

Cerró sus ojos por unos segundos y respiró hondo, alejando el amargo recuerdo y llevándolo al lugar más recóndito de su mente, ante todo, porque aún no se atrevía a contarle a su esposo sobre ello. Y ese hecho le atormentaba.

Aunque antes de salir había acordado con su querida amiga Nairna nunca contarle aquello, el secreto le sabía amargo, mucho más por como él le trataba, por cómo le hacía sentir, por lo honesto que siempre fue con ella, desde un principio.

Después de un tiempo, atormentándose con aquello, se levantó, rodando los ojos cuando a lo lejos vio a Dwin, custodiándola. Al menos el fornido hombre tenía el atino de darle su espacio, aunque a pesar de ello se encontraba más atento, no le quitaba los ojos de encima, harto de que a cada oportunidad la escurridiza mujer de su futuro Laird se le escapara, haciendo su trabajo realmente difícil.

—Dwin, ya puedes retirarte, volveré al castillo —le dijo, cuando pasó por su lado pero este no hizo caso y, manteniendo la distancia, le acompañó con la misma estoica expresión de siempre en su rostro, hasta que ella se adentró en el lugar que no hace tanto se convirtió en su hogar.

En el tiempo que llevaba viviendo allí se había acostumbrado bastante a la rutina que había adoptado, sobre todo, porque al final del día, después de encargarse de los quehaceres y mantener el castillo impecable y en pie, podía acurrucarse en el calor de los brazos de Dante.

Justo unos pocos pasos adelante se encontró con Aili, que acababa de llegar de un recorrido por el pueblo junto a dos guerreros más que la ayudaron a cargar con las provisiones necesarias para los días venideros.

A decir verdad, prepararse para el invierno siempre había sido un trabajo arduo, pero allí era aún peor, pues la dimensión de las cosas a preparar era aún más exorbitante y los últimos días habían sido bastante agotadores pero, a pesar de esto, estaba encantada con el ambiente que se respiraba por cada rincón de las tierras MacCallum, pues no había tenido inconvenientes con nadie, exceptuando a aquella mujer.

Las personas eran muy amables y serviciales, habían unos pequeñuelos traviesos tan hermosos y tiernos que no paraban de abrazar sus piernas y clamar ser cargados en sus brazos para el disgusto de algunas madres que se avergonzaban de ello pensando que a ella podría molestarle. Pero no era así. Amaba a esos chiquillos, le traían mucha felicidad y en ocasiones se encontró a sí misma tocando su vientre plano deseando tener pronto el suyo propio.

Un pequeño retoño suyo y de Dante...

—Mi señora —Aili llamó su atención, sacándola de sus pensamientos.

La Fiera del Highlander (Secretos en las Highlands 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora