CAPITULO XXVI

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—Hijo, ¿te encuentras bien? —preguntó Duncan, al encontrarle cabizbajo en su asiento.

Dante levantó su mirada, asintió, sin deseos de develarle sus preocupaciones, e intentó adoptar una postura que delatase menos su estado de ánimo, sin embargo, eran tantos los sentimientos que le abordaban que le fue imposible ocultarlos por completo.

Justamente aquel día estaba siendo más difícil que los pasados, en los que había podido distraer su mente la mayor parte del día al desempeñar sus labores en el clan, dejándose inundar por sus sentimientos solo al anochecer, cuando volvía al castillo y se veía sumergido en la agónica rutina que se trazó entre él y su mujer cada uno de los seis días que llevaban allí, luego de regresar de tierras MacCleud.

Aquel día, cuando el viento gélido trajo consigo la primera nevada, dejando atrás los días soleados y dando paso a los grisáceos y blancos, se había visto privado de aquel escape y la necesidad de recibir nueva vez su cariño, le azotó sin compasión.

El pobre hombre no sabía que más hacer para obtener su perdón... pues aunque ella le había asegurado que lo había perdonado, cada paso que daba, a cada intento, recibía siempre el mismo resultado. Frialdad.

— ¿Aún no han resuelto sus problemas? —preguntó Duncan, preocupado, y él negó— Estoy seguro que pronto lo harán —aseguró, como cada vez, manteniendo su esperanza.

Luego de esto su padre se marchó, dejándole solo una vez más.

Dante permaneció en silencio, sentado en aquel salón, por largo tiempo, hasta que decidió subir a verla, teniendo muy presente que aquella vez no sería tan paciente. Había claudicado en demasiadas ocasiones, por ella, entendiendo su dolor, comprendiendo que tenía razones para estar así, pero ciertamente su mujer también tendría que ver que él tampoco estaba viviendo sus mejores días.

También había perdido. También estaba triste, desolado y la necesitaba, bastante.

Aunque aquella necesidad iba más allá, pues la quería en cuerpo y alma, debido a que, a pesar del hecho de que habían estado durmiendo juntos desde la segunda noche de su llegada al castillo, cuando esta sorpresivamente le esperó en su aposento, las cosas aun no eran como antes. Si bien ella le permitía estar a su lado, que le abrasase, sin rechazar su toque, él no era tonto y notó su cambio de inmediato. Lamentándose profundamente por aquello.

Lo que Dante no sabía es que ella había terminado cediendo solo por la promesa que le había hecho a su padre, misma que nunca podría romper, por más disgustada o dolida que estuviese pero, también, porque no tenía más opción que hacerlo. O eso quería creer, para tener una excusa para su comportamiento.

Al entrar al aposento Dante la encontró en el mismo lugar de siempre, admirando las vistas desde una de las ventanas, y ella, sintiendo su presencia, de inmediato se giró a él.

Ninguna sonrisa cálida le recibió, como antes habría pasado, su jovialidad se había extinguido y ella se había encargado de convertirse en un frío cascaron, dejando atrás lo que había sido, tratando de ocultar por cualquier medio sus sentimientos.

No importaba cuantas veces él le viera actuar así, cada una dolía como si fuere la primera, aunque ella no podía entrever aquello, metida en sus propios pensamientos.

Tentativamente él se acercó a donde estaba y Liona sintió su corazón latir bastante rápido ante su presencia. Sus largas piernas le permitieron llegar a su lado en pocos pasos y sin meditarlo mucho se tomó la libertad de levantarla a su altura y besar sus labios, con la esperanza de sentir algún cambio al menos en sus besos.

Ella no se resistió, le correspondió, pero aun así su toque carecía de calidez y él corazón del fornido hombre se encogió.

— ¿Qué debo hacer para que me perdones? —preguntó, separando sus labios de los de ella, juntando su frente con la suya.

La Fiera del Highlander (Secretos en las Highlands 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora