CAPITULO XX

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Los ojos de Liona parpadearon de forma pesada horas después del amanecer. Su cabeza estaba a punto de estallarle, el dolor era insoportable, y sentía como si todo su cuerpo hubiese sido molido a golpes. Aún no recordaba nada, todavía se encontraba un poco sumida entre la bruma de la inconsciencia a la que fue obligada a caer, en varias ocasiones, por uno de los guerreros de Dante, un traidor, Robbie.

En un momento, ella quiso llevar sus manos a su sien, para masajear el lugar a fin de aliviar un tanto el dolor que le invadía pero, para su sorpresa y profundo desconcierto, encontró una presión en sus manos que no le dejó moverlas. Estaban atadas por encima de su cabeza.

Aunque sus ojos aun no enfocaban por completo su alrededor, pudo percibir la luz del día y mientras lo hacía, trataba de recordar lo que había pasado.

No tomó mucho antes de que los recuerdos atiborraran su cabeza, clavándose como agujas punzantes en su magullada mente, devolviendo el dolor y la tristeza a su pecho. No podía creer que su esposo no le hubiese creído sobre su embarazo, sobre el hijo que estaban esperando, que la hubiese comparado con aquella mujer sin escrúpulos pero, sobre todo, que no le haya dado el tiempo de escucharla y saber la verdad, para salir de su error.

Más esos pensamientos no la contrariaron por mucho tiempo pues pronto recordó un hecho aún más importante.

A su mente llegó aquel momento en que Robbie cegó sus fuerzas en medio de la noche, asfixiándola, y de inmediato intentó removerse en aquel lecho, tratando de liberarse del agarre que le retenía, pero sus fuerzas aún permanecían menguadas.

Y como no, recordaba haber sido sofocada al menos en dos ocasiones más, en medio de la noche, mientras era llevada hacia no sabía dónde. Aquellas veces en que recuperó su consciencia trató de librarse de ellos, porque sí, luego Robbie fue acompañado por otro hombre, uno que a pesar de estar herido, pudo someterla, en aquel estado de debilidad al que lamentablemente le habían inducido.

Su vista, después de un momento se afianzó y, con la ayuda de la luz que entraba por una única ventana, pudo confirmar lo que tanto temía. No estaba en el Castillo MacCallum o en ningún otro lugar que reconociera.

Su respiración se agitó, el pánico apoderándose de ella. Removió su cuerpo aun débil en aquel lecho desconocido, tratando de liberar sus manos del agarre que le tenía presa para escapar de allí pero sus intentos fueron en vano.

Recorrió con su mirada la estancia, tratando de encontrar algo que pudiere alcanzar con sus piernas, algún objeto que le que ayudara, pero tampoco fue posible y justo en aquel momento, la puerta fue abierta, revelando ante ella al autor de sus más profundas pesadillas, su peor temor, el hombre que le destruyó la vida.

Una sonrisa retorcida asomó en los labios del castaño cuando le vio despierta y Liona no pudo evitar el temblor que recorrió su cuerpo ante su presencia.

—Al fin has despertado, Bana-phrionnsa —No, no, no... Pensó de forma errática mientras él se acercaba a ella—. Al parecer, el incompetente noviecillo de mi hermana exageró con la sustancia para adormecerte. Me disculpo por ello, pero había que asegurarse que llegaras a mí y según lo dicho por él y mi otro guerrero, diste bastante pelea.

¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasar por aquello una vez más? ¿Qué destino tan retorcido era aquel? Pensaba, acongojada en sus adentros.

Ella se removió, alejándose de él, cuando se sentó a su lado en el lecho.

En ese momento Liona se encontraba dividida entre el pánico que le causaba aquella sensación de estar en inferioridad de condiciones, a su merced, y la ira que le invadía al no poder matarlo allí mismo. Por todo. Porque solo le había causado dolor.

La Fiera del Highlander (Secretos en las Highlands 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora