Capítulo 9.

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No soy extraño, simplemente no soy normal.

Salvador Dali.


No puedo ver lo que sea que le estén haciendo a mi cabello, pero ya me duele la cabeza por tantos jalones. Me pica la frente y los laterales de mi rostro, justo en la zona donde acababan de depilarme las cejas sin ni una pizca de clemencia.

La música de fondo hace que el ambiente se sienta animado, todos tararean a su manera mientras trabajan en mí. Un chico —el que depiló mis cejas— se separa un momento del grupo y canta a todo pulmón en medio del salón haciendo un extraño baile.

Making my way, my way...

No tengo idea de cuánto tiempo llevo aquí, toda una eternidad tal parece. Estoy cual estatua sentada, lo único que puedo hacer es respirar y soportar los jalones de cabello; dos chicas arreglan las uñas de mis manos, una en cada mano. Mismo proceso sucede para mis pies y tuve que morderme la lengua para no reírme cuando paso una piedra exfoliadora por la planta de mi pie.

Por suerte, hoy no tengo que ir a trabajar porque tal es la lentitud del día que cuando por fin terminan, mis piernas se sienten tullidas, me dan unas sandalias acolchonadas para no dañar el esmalte de uñas. Mi cabello está envuelto en papel aluminio, ruego porque no hayan cambiado el color; ya que ni siquiera puedo verme al espejo. Ordenes de Jules.

Una de las chicas me conduce por un pasillo, también blanco, donde hay varias habitaciones individuales, sin puerta, solo con el marco. La chica me hace entrar en una y de repente creo que estoy en un sueño; hay atuendos en cada rincón del lugar, con varios maniquíes enseñando como algunos quedan en conjunto, es como, el sueño de cualquier mujer. Aunque, hay unos muy raros.

—Quítate esa ropa —señala con la barbilla un espacio oculto por una malla china. Una vez que lo hago, me pasa un atuendo. Observo la tela de cuadros metalizada que cubre hasta las mangas largas del vestido corto además de las botas hasta la rodilla de color magenta.

En que me he metido.

...

—Parezco un oso panda —señalo tras mirarme al espejo luego de probar seis conjuntos. Todos eran demasiado llamativos; y sé que tengo que fingir ser otra persona, pero dudo que Marie hubiera usado esto.

Al menos diez personas giran alrededor de mí, arreglando cada detalle de cada atuendo; el chico que había estado cantando a todo hace un gesto de negación con la cabeza y suelta un ligero soplido.

—Probemos con el traje blanco de iglú —chasquea los dedos, su dedo índice termina señalando un maniquí cerca de un ventanal en un extremo del salón, como él dijo, era un vestido que manifestaba la forma de un iglú. Miro el maniquí sin lograr disimular mi disgusto por lo que decido intervenir.

Blasfemias del amor  ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora