La inocencia me duró poco, muy poco. Lo admití hace mucho tiempo. Solo al tener nueve años descubrí que los milagros no existían. Esas palabras, esas creencias, son la manera que tiene el mundo de decirnos que lo que deseamos es imposible. Mi milagro fue durante horas que mi familia estuviera en perfecto estado.
En esa sala de hospital, sentada junto al amigo de mi hermano, Thiago, el único pensamiento que corría por mi mente era el de despertar y encontrarme con que mis padres seguían de viaje, que no habían llegado todavía y que mi padre jamás había puesto una mano sobre mi madre y mi hermano.
Menos aún que había dejado sin vida el latido del corazón de mi madre y que mi hermano seguía por el mismo camino.
Los milagros no son reales, al igual que mi ingenuidad dejó de existir cuando eso no sucedió.
Tomo una respiración profunda saliendo de la ducha con un turbante enrollado en la cabeza. Me agarro la toalla para que no caiga al suelo. Un escalofrío recorre mi espina dorsal poniendo los vellos de mi cuerpo en punta, sostengo con más fuerza el pulcra y blanco trozo de tela. El aire cálido se cala por mis pulmones y el vaho evapora las gotas que caen por mi espalda, mi estómago y mi cuello.
Me pongo la ropa interior como un acto reflejo. La toalla cae al suelo. Me miro al espejo.
La imagen de una niña pequeña se reproduce en frente de mí. Debo colocar una mano sobre mi boca cuando un grito sofocado sale de mi garganta y las lágrimas escuecen en mis ojos. El rostro dulce de mi infancia, aquella niña con la mirada perdida en sus tantos sueños por cumplir, tantos objetivos.
Los ojos derrotados, inyectados en sangre y tan rojos por llorar que da la sensación de que nunca ha terminado. La piel, tersa y suave, bronceada, morena, demacrada. Un redondo hematoma cubriendo aquel lugar donde el pómulo comienza, el ojo levemente inflamado por el golpe que podría haberla mandado a otro lugar. Observo todo el conjunto, todo el dolor y el terror que recorre el cuerpo de la pequeña.
Siento el corazón en los oídos, en la garganta, en las piernas, en la cabeza. Un latido. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Dejo de contar.
Era una niña feliz, una niña con tantos maravillosos sentimientos que ningún milagro podría estar a la altura de lo que su vida era. Su vida se convirtió en el mayor milagro que alguien o algo podría haberle dado, se convirtió en lo que todos querían.
Hasta esa noche.
Hasta esa fatídica noche en la que un moratón en el pómulo se convirtió en el menor de sus problemas. Esa horrenda noche en la que los sueños se escaparon de sus manos, sus objetivos se hicieron pedazos y su inocencia se marchitó como las hojas de los árboles en otoño.
«Solo era una niña que quería ser feliz. Que quería tener una familia para amar y ser amada» — el pensamiento recorre mi mente de izquierda a derecha. Se convierte en lo único por lo que sigo observando a la niña de ojos tristes e inyectados en sangre. Esa niña tan parecida a mí. Esa niña que en realidad soy yo.
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¡No me beses! (U.D.S.#4)
Novela JuvenilEl linaje de los Clayton siempre ha fortalecido una norma, un objetivo o un capricho, como quieras llamarlo. Cada descendiente de esta familia deberá besar a una chica, la que parezca estéticamente más hermosa. A algunos les gusta, otros prefieren m...