Prólogo

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  Daniela llevaba muy poco tiempo subida en el coche, pero le había bastado un minuto para saber que aquel viaje era una pésima idea. Sentada en el asiento del copiloto, el regular y verde paisaje de la campiña inglesa se desplegaba con rotundidad frente a sus ojos. Sebastián iba al volante, concentrado en la carretera, tarareando la suave música soul que despedían los altavoces, ajeno a los pensamientos de su acompañante.

En cualquier otra ocasión, Calle hubiese sido la primera en disfrutar de la música, el paisaje y, por supuesto, la compañía. Pero aquel día se encontraba demasiado enfadada consigo misma, nerviosa e incómoda. Por más que lo intentaba, era incapaz de controlar las ganas que tenía de pedirle a Sebas que detuviera el coche en ese preciso momento, ya, y la llevara de vuelta a la ciudad.

Intentó abrir la ventanilla para que el aire fresco le ayudara a calmarse, pero sus esperanzas se esfumaron cuando Sebas puso en marcha el aire acondicionado. Él le dedicó su mejor sonrisa y siguió tarareando alegremente y Calle no pudo evitar mirarle de reojo, hundiendo la mejilla con fastidio en su mano mientras se preguntaba cómo era posible que todavía no hubiera notado lo incómoda que estaba.

La idea le había parecido horrible desde el principio, pero aunque había intentado ser sincera en un par de ocasiones, las palabras siempre se le atragantaba en el fondo de la garganta, como si las vocales y las consonantes hubieran adquirido conciencia propia y se negaran a pronunciar aquella sencilla frase: «Sebas, no creo que sea una buena idea».

¿Cómo iba a serlo? Si llevaban apenas un mes juntos, pensó, reprendiéndose a sí misma. Ni siquiera eso. Si no estaba equivocada, los treinta días se cumplirían al regreso de su viaje, y seguramente Sebas querría celebrarlo. Irían a un restaurante, ella se pondría un vestido, seguro que maquillaje. Él se esforzaría en que la noche fuera perfecta y después regresarían a su casa, la de ella, por supuesto, y harían el amor como toda pareja en el día de su aniversario. Quizá, si hubiese sido así, no se habría sentido tan incómoda en ese momento, pero aquel viaje solo conseguía precipitar las cosas. Todavía se estaban conociendo, eran dos completos extraños o, al menos, no estaban demasiado familiarizados el uno con el otro para asistir juntos a un evento familiar.

Por eso mismo tendría que haberle dicho que no, no, y mil veces no cuando él le propuso utilizar parte de sus vacaciones en asistir a la boda de su prima Maria Jose. Nada de románticas puestas de sol en la Costa. Ni siquiera un viaje barato, de esos que incluyen desayuno, comida y cena a base de incomestibles bufés de catering de hotel. Qué va. Sebas quería presentarle a su familia, y se lo había dicho tan entusiasmado que se había sentido incapaz de arruinar sus ilusiones.

—Ya lo verás, va a ser genial —insistió, a pesar del tibio «sí» con el que aceptó acompañarle—. Mi familia es muy agradable y la casa te va a encantar.

De eso hacía una semana, pero era ahora, sentada en el asiento del copiloto, cuando el arrepentimiento y la culpabilidad pesaban en la conciencia de Calle como una gigantesca losa.

Ella no era así, apenas se reconocía a sí misma. A veces podía ser extremadamente tímida y reservada, pero jamás había sido el tipo de mujer complaciente, de las que dicen «sí» cuando en realidad quieren decir «no».

Se removió una vez más en el asiento, incómoda por el sudor que empezaba a humedecer su espalda. Hacía un día de verano precioso, un esplendoroso sol en lo alto iluminaba los campos que iban dejando atrás; el servicio meteorológico aseguraba que las temperaturas seguirán siendo altas toda la semana.

—Ya estamos cerca —le informó Sebas, bajando el volumen de la música.

Calle asintió quedamente. Bien, eso era todo, ahora ya nada tenía remedio. Estaban cerca de su destino e iban a pasar varios días con la familia de su novio. Lo mejor que podía hacer era poner buena cara e intentar disfrutar de sus vacaciones.

Sebas giró la rueda del volante a la izquierda y el coche quedó engullido por las sombras que proyectaba una hilera de tupidos árboles. Levantó el pie del acelerador para atravesar a poca velocidad una oscura y estrecha pista de tierra en la que las copas de los árboles se enredaban unas con otras. Era un paisaje encantador, pero a Calle le dio la sensación de que se estaban adentrando en una cavernosa gruta de la que no estaba segura de cómo salir. Ni siquiera sabía en qué punto del país se encontraban. Hacía muchos kilómetros que había perdido el sentido de la orientación, y eso solo conseguía aumentar su nerviosismo. Sebas la miró y sonrió al advertir su gesto de preocupación. Después siguió pisando el acelerador de manera suave para evitar que el coche resbalara en los últimos metros de la pista, que acabó abruptamente en los lindes de una verja de hierro forjado.

El coche por fin se detuvo y Calle se puso una mano de visera para protegerse de la cegadora luz que bañó de pronto el interior del vehículo. Cuando sus pupilas se acostumbraron y vio lo que tenía enfrente, parpadeó varias veces con sorpresa.

—No me dijiste que tu prima era rica —le espetó al advertir el inmenso jardín que se extendía delante de la verja de hierro. Alguien había puesto mucho empeño y cuidado en aquel vergel que daba acceso a la propiedad. Una enorme casa de estilo victoriano despuntaba con rotundidad en lo alto de una suave colina.

—Tampoco me lo preguntaste —replicó él, encogiéndose de hombros y pisando el acelerador cuando la verja se abrió.

El Secreto De NadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora