Capítulo 7

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Después de la cena la casa se sumió rápidamente en un silencio placentero. Esta era una de las particularidades de la mansión que Poché más agradecía. Entre rodajes, estrenos, fiestas, presentaciones, firmas y convenciones de fans, pasaba la mayor parte del año en ruidosos entornos urbanos. Pero la casa de su madre era todo lo contrario: allí había encontrado un refugio, un lugar apartado en donde el único drama que podía pasar era que el cocinero quemara inesperadamente la comida. Y esto no había sucedido nunca. Al menos, por el momento.

Era ya tarde, la casa dormía, pero Poché estaba sentada en el banco que había mandado instalar a los pies del inmenso ventanal de su habitación. Ni siquiera era la alcoba que mejores vistas tenía; no obstante, desde el momento en que cruzó su puerta, se había quedado enamorada de la luz de aquel lugar. En invierno era lo suficientemente calurosa como para no pasar frío y en verano estaba orientada al este, por lo que el sol nunca conseguía convertirla en un horno.

Suspiró profundamente, tratando de relajarse, con la mirada perdida en la oscuridad que había engullido los jardines de la casa. Uno de los vanos de la ventana se encontraba abierto, pero lo único que se escuchaba era el sonido de la respiración de Mario y el rumor de las hojas de los árboles, que crujían mecidas por la suave brisa nocturna. A veces el ruido de la ciudad conseguía sacarla de sus casillas y entonces daba igual en qué parte del mundo se encontrara: Poché siempre hallaba la manera de escaparse para visitar aquella casa. Allí podía estar en paz. Nada malo podía pasar en la casa de su madre. Hasta ahora, claro.

A pesar del cansancio y de lo mucho que había bebido esa noche, se notaba muy despierta. De hecho, no tenía ni pizca de sueño. Se encontraba en un incómodo estado de vigilia, mezcla de inquietud, preocupación y taquicardia, y aunque no podía dilucidar el motivo concreto, estaba casi segura de que Calle tenía mucho que ver con ello.

Podía ser por su inminente boda, pero no, no se trataba de eso. Estaba casi segura. Así lo demostraba lo que sintió la primera vez que Sebas le habló de Calle. En su mente se la había imaginado como un ser gris, insulso, alguien que pertenecía a ese club de mujeres aburridas y anodinas que su primo solía presentarle. Todas eran chicas de buena educación y, aunque objetivamente eran atractivas, a Poché no le atraían en absoluto sus estudiadas maneras de mirar, de comportarse, sus apariencias serias y responsables. Ninguna de ellas poseía una cualidad especial que las hiciera diferentes al resto de las mujeres de trajes grises, moños grises y sonrisas grises con las que Sebas se relacionaba. Eran tan parecidas unas a otras que incluso le costaba trabajo recordarlas. Solía olvidarlas rápidamente, incluso a los pocos segundos de haberse despedido de ellas.

Pero Calle no era así. Calle era diferente.

Ella era dulce y tímida y educada y cuando se sentía incómoda se colocaba un mechón detrás de la oreja. Su mirada era intensa, pero también cálida. Se trataba de una mujer inteligente, de eso no cabía duda, aunque si te acercabas lo suficiente descubrías también a alguien divertido, con una conversación muy amena. Tenía una sonrisa vibrante y musical que resultaba contagiosa y, cuando sus ojos se encontraban, Poché podía percibir algo —estaba segura de ello—, como una llama escondida en el fondo de la pupila, un anhelo, una necesidad que todavía no había sido capaz de descifrar.

Sí, se sentía atraída por Calle, de eso ya no cabía duda. Y esa noche se había comportado como una verdadera hija de puta preguntándole por sus planes de matrimonio con Sebas; era consciente. Pero estaba frustrada, rabiosa consigo misma, y esa había sido su retorcida manera de desahogarse. Poché estaba a punto de casarse: no podía permitirse distracciones como Calle justo en aquellos momentos.

Miró en dirección a la cama, buscando de manera inconsciente a Mario. Si él se lo imaginara... pero no, dormía a pierna suelta. Su prometido tenía una pierna enroscada en las sábanas y el tronco destapado. La luz de la luna iluminó en ese momento el dragón que Mario tenía tatuado en el flanco izquierdo de su pecho. Poché siempre había odiado aquel tatuaje. En realidad, le disgustaban tantas cosas de Mario que prefería no pensar demasiado en ello.

El Secreto De NadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora