Capítulo 1

340 13 7
                                    

Prólogo

El mundo como lo conocemos hoy en día, es resultado del caos entre las fuerzas que lo rigen, o bien, lo regían antes del suceso... la aparición del hombre. El mundo se componía de una gran isla dominada por cinco señores elementales, quienes compartían el inmenso territorio que surgió al primer amanecer desde el profundo abismo del océano.

Estos seres, poderosos de forma incomparable, sólo podían ser conocidos a través de su jurisdicción, pues su nombre jamás habría de ser revelado a los mortales. Señores eran del fuego, agua, tierra, aire y, el último señor, joven e irreverente que hacía pocos eones acarició por primera vez la faz de esta tierra, fue conocido como "la vida". Nacido sin ninguna advertencia, hermano e igual de los señores elementales, la vida se extendió poco a poco, ocupando por igual tanto el mar, el cielo y la tierra.

Conforme la inevitable marcha del tiempo tomaba su curso, aparecieron nuevos seres, dioses descendidos de los cuatro elementos. Los hermanos lava y trueno, el que consume y el que golpea con fuerza, hijos fueron del señor de fuego. Hielo y niebla, la que hiere con el frío y la que ciega a los viajeros, hijas de agua. Los hermanos metal, cristal y arena, doctos en fuerza de cuerpo y espíritu, hijos del dios de la tierra. El sonido y La ventisca, el de la voz potente y el viento huracanado, hijos fueron del padre viento. Cada uno con sus iguales y sus contrapartes, regentes bondadosos del regalo de la vida, prestaron su morada como seno para la progenie del creador prístino.

El dador de vida era diferente a sus hermanos, contenía en sí todo elemento y lo utilizaba para mantener a un ser animado, algo que nadie había logrado. La vida había creado diferentes seres apreciados por los dioses. Primero fueron las plantas, luego los animales, las aves del cielo y los peces del mar, los seres de la noche y los espíritus luminosos que vivían en armonía con la naturaleza.

Todo era perfecto, ordenado tal y como debía ser. La creación por sí misma posee un efecto igual e inverso, como la pesa que devuelve a su lugar en la balanza un puño de cebada. De las sombras más profundas, nació aquella fuerza cuyo único afán era acabar con la misma naturaleza de la creación, el descanso de la misma existencia. La Muerte.

Con ella, nacieron todos los demonios que hasta hoy han dejado estragos en la vida de los hombres. Envidia, la insaciable hermana del orgullo. Ira, el del puño latente. Miedo, el que no deja de observar desde las sombras. Soberbia, príncipe de los demonios y potestad de segundo pedestal, entre otros males.

La llegada del señor de la soberbia marcó el inicio de la guerra divina. La afilada lengua del demonio había incitado al señor del fuego a ocupar más territorio dentro de los dominios de sus hermanos. Impulsivo y tenaz, atacó las tierras del señor del agua quien, sereno y pacífico, retrocedió hasta no poder más. Mientras tanto, en el templo del señor de la tierra, la vida mostraba su nueva creación. Con granos de un alimento divino, creó a un ser pensante: "el hombre". Capaz de crecer, tanto en ingenio como en número y, bendito por sus padres, se extendió a cada rincón de la tierra, donde su respectivo señor elemental impondría sobre él su marca. Poco después de este suceso, la paciencia del señor del agua se agotaría. Convocando al gran océano, dividió el pequeño territorio que le quedaba y se alejó para nunca volver.

Tal fue el impacto de su victoria y el hambre de poder que consumía su alma que, el fuego se internó en territorios del aire, arrasando con todo aquel que no poseyera su marca. Todo habría terminado para los caminantes de las tierras del viento, de no ser por la intervención del señor de la tierra. La invasión fue interrumpida por su potente diestra, un solo golpe que contusionó el suelo creó una barrera que dividiría sus territorios para siempre.

Los ojos del jaguar.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora