Prólogo

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Desde pequeñas nos han dicho como debemos actuar y hablar. Estamos preparadas para cualquier situación que se nos pueda presentar.

En cuanto somos bebés, sólo nos dedicamos a dormir, comer y defecar dónde sea, sin la preocupación de que demás mujeres olieran nuestros desechos, sólo por saber si estamos haciendo bien nuestras necesidades, o saber si nuestra madre está haciendo un mal trabajo.

Entonces, cuando ven que hiciste un mínimo de desastre, las mujeres se admiran y le dan alagos a la madre mientras la criada limpia.

Todo es felicidad y tranquilidad, hasta que empiezas a caminar y hablar. Te obligan a aprender a contener la respiración mientras usas una faja sumamente apretada y cargas sobre ti más de un kilo de tela en forma de vestido. Te ponen esos incómodos zapatos de tacón que te hacen resbalar entre las rocas húmedas o se hunden en el fango matutino.

Además, está el terrible peinado doloroso en forma de rulos, los guantes que te dejan las manos sudorosas y el molesto parasol que no sabes en donde poner cuando no lo necesitas.

Si ya eso me fastidiaba, fue peor mi lenguaje. En cuanto empiezas a decir madre y padre, te obligan a eliminar de tu vocabulario un montón de palabras y agregarle un por favor y gracias a casi todas tus oraciones. Si eres capaz de enfrentar a tus familiares mayores contestando indebidamente, recibirás primero una bofetada, seguida de un golpe en la boca y unos cuantos azotes que te dejarán sin ganas de volver a repetir tu acto.

La vida no es fácil, menos cuando eres mujer, menos cuando tienes otras 5 hermanas y mucho menos cuando eres la mayor.

Nací siendo primogénita de una feliz pareja de recién casados burgueses. Ambos contrajeron matrimonio a los 18 años recién cumplidos. Como no era de esperarse, los padres de ambos, las tías y todo aquel que se le acercara, les empezó a cuestionar sobre el cuándo tendrían hijos.

Para no quedar en mal, se pusieron a realizar "la tarea", y tan sólo 5 meses después de su boda, mi madre; Constantina Valledo de Rubiroca, estaba en cinta.

Siendo nacida un 7 de mayo, santoral de San Juan de Beverley, fui llamada Beverley Rubiroca.

En cuanto cumplí un año, de nuevo los familiares empezaron a cuestionarles a mis padres sobre cuándo vendrían los demás hijos. Así que siguieron procreando, hasta que tuvieron un total de 6 hijas. Esto provocó intensas peleas entre nosotras por vestidos, atención, y muñecas.

Todas queríamos ser la favorita de papá, y por fortuna, lo fui. Al ser la mayor, junto con mi esposo, heredaría su negocio barquero. Por tal motivo, era obligada a ir con el para conocer el ambiente y los  manejos.

Se me dio tan bien que mi padre siempre estuvo orgulloso de mí y me consentía con alguno que otro pequeño regalo culinario después de nuestra jornada laboral.

Por su parte, mi madre, se volvía loca al estar con nosotras. Sobre todo con las más pequeñas que querían siempre tenerla a un lado. Por supuesto que, cuando quería relajarse, se iba conmigo a dar un paseo para que la gente no hablara diciendo que había caminado sola, eso soltaría especulaciones. Así que me llevaba a mí como acompañante gracias a que me dedicaba a cumplir los caprichos de mi madre y siempre darle la razón. No como mis hermanas, que aún no entendían que para lograr lo que querían, necesitaban ser sumisas un poco.

Durante el viaje saludábamos a los conocidos y comenzaba a conocer nuevas personas que me llenaban de alagos diciéndome lo grande y preciosa que estaba. Algunos se vanagloriaban de haberme cargado cuando usaba pañales. 

Aprovechábamos para pasar a algún local con ropa si se nos cruzaba en el camino, y me compraba aunque fuera unos guantes o una peineta, como recompensa de ser tan buena hija.

Al llegar, mi madre tomaba hierbas de su huerto y se metía a la cocina a preparar té para que ambas nos sentaramos en el patio trasero a platicar sobre las personas con las que nos habíamos cruzado, y criticar a una que otra mujer que llevaba mal puesto el labial o la peluca.

Minutos después llegarían mis hermanas a reprocharle sobre el porqué yo tenía cosas nuevas y ellas no. Recibiendo una sentencia de no volver a cuestionarle nada (aunque no funcionara del todo) y argumentando que yo era la única que no la hacía pasar vergüenzas.

Terminado el día me iba a mi cama en mi propia habitación que había dejado de compartir hace 2 años, pues se argumentaba que pronto sería una señorita, aunque no entendía mucho del tema. Respiraba profundo y deseaba no volver a tener que salir en otro ridículo vestido, y me frustraba más saber que mis deseos eran imposibles.

Toda esa buena cara que daba, era producto de 8 años llenos de golpes, regaños y castigos. En cuanto me di cuenta que era mejor aparentar que ser tu misma, comencé a recibir regalos y cariño que las otras 5 malcriadas, deseaban.

Por ser la mayor, tenía la responsabilidad de siempre ir a los eventos en representación de las demás, argumentando que aún eran pequeñas para esas cosas. Pero en el interior, anhelaba lograr casarme pronto para que la siguiente recibiera los pellizcos y bofetadas al igual que yo en su momento.

Me fui quedando dormida y desperté cuando mi mucama empezó a abrir las cortinas, recordándome que hoy debía estar lista temprano para iniciar los preparativos de mi cumpleaños número catorce.

En cuanto me deshice de las cobijas sentí una humedad, al levantarme, mi mucama me observó con total naturalidad mientras yo estaba al borde del desmayo.

-Señorita, eso le pasa a todas las mujeres. En cuanto le comente a su madre, ella le ayudará.

-¡No! No se lo digas a mi madre. Ayúdame tú.- La sangre estaba en mi cama, mis cobijas y mi camisón rosa pálido. No sabía de donde venía pero me daba terror.

Caminé anchada hasta el baño y me desprendí de toda la ropa, Lucrecia, mi mucama; ya tenía preparado el baño, por lo que de inmediato me lavé todo el cuerpo y descubrí que la sangre provenía de mi vagina. 

-¿Qué es esto?

-Se llama menstruación, señorita. Es un tema delicado. No puede hablar de esto con nadie.

-No lo haré, y tu tampoco.- Me tallé y enjuagué pero la sangre seguía saliendo en pequeñas gotas que humedecían mi vello púbico. Esto iba a manchar mi ropa, no podría sentarme ni acostarme. Era un desastre.

Como último recurso, decidí que no saldría del baño hasta que parara. Entonces, mi madre llamó a la puerta para que saliera. 

Ambición de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora