19. Gritos por la noche.

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Me acerqué poco a poco y con sumo cuidado. La verdad es que tenía miedo, podía ser desde un ladrón hasta un asesino.

Me fui aproximando y pude descifrar que era una figura musculosa de un hombre.

- ¡Nathan! ¡Llevo un rato esperándote! - Se levantó Guillermo del escalón para ponerse a mi altura.

- ¡Fuera de mi casa! - Le solté sin pensarlo.

- Tío, tampoco te pongas así, que vengo de buenas - Me dijo borrando esa sonrisa de su cara.

- ¿Que no me ponga así? Guille, llevas dejándome en rídiculo y haciendo que todo el mundo me coja asco desde siempre. ¿Y te crees que ahora porque vengas de buenas se me va a olvidar? ¡Pues no! ¡Vete ahora mismo de mi casa! - Le grité haciendo que mi padre encendiera la luz de su habitación.

- Tampoco es para tanto... - Susurró para sí.

- ¿Que no es para tanto? ¡Adiós Guillermo! - Le dije mientras abría mi puerta para meterme a casa.

- Perdón, por todo - Murmuró.

Pero yo ya había pegado un gran portazo y subía los escalones de cuatro en cuatro por el cabreo.

¿Pero que se creía él? No me quería ni yo mismo gracias a su hobby de gritar a los cuatro vientos todos y cada uno de mis defectos. Lo odiaba.

Entré enfuscado a mi habitació y me puse el pijama, acompañado de esos calcetines viejos que me cosió mi madre para afrontar las noches frías de invierno.

Joder, con lo bien que había ido la noche tenía que llegar este tonto para joderla.

Me dispuse a bajar la persiana para que dejara de entrar ese frío glacial, cuando mire por la ventana y allí seguía el tonto de Guillermo muriendose de frío.

Estaba de pie bajo la farola que se supone que tiene que alumbrar mi entrada. Digo que se supone porque da menos luz que un apagón.

Guille se frotaba los brazos repetidamente para evitar que el frío le calara los huesos, y respiraba por la boca, por lo que el vaho no paraba de salirle. Estaba claro que solo me quería dar pena.

- ¿Te quieres ir ya? - Le grité abriendo la ventana.

- ¡Baja y habla conmigo! - Me insistió.

Le conocía, y le conocía bien precisamente porque le odiaba, y por eso sabía que una de sus vistudes o defectos era ser la persona más cabezona del mundo.

Cerré la ventana, cogí mi abrigo y baje de nuevo con las llaves en la mano.

- Vete ahora mismo o llamo a la policía - Dije como último recurso.

- No eres capaz, solo eres un pringado - Me recordó.

- ¡Que te den! - Le dije cogiendo carrerilla en su dirección para pegarle un puñetazo.

Pero cuando llegue me paré en seco. Gracias a la luz de la farola se podía apreciar su ojo izquierdo inchado y morado, y sus nudillos en carne viva, con sangre seca acompañándolos.

- ¿Que te ha pasado? - Le pregunté sin darle más importancia de la que se merecía.

- Nathan, yo de verdad que siento todo el daño que te he podido hacer en estos años. Para mi solo era un juego, un juego de crios y no me daba cuenta de que el que sufría las bromas también era un ser humano.

- Un poco tarde, ¿no crees? - Respondí sin dar crédito a lo que oía.

- Mejor tarde que nunca, Nathan. Se que no me merezco tu perdón, ni mucho menos que me mires sin todo el asco que contienen tus miradas hacia mi, pero solo quería decirte que a partir de hoy pongo una bandera blanca en medio de nosotros dos, y que puedes contar con mi ayuda para lo que necesites.

- Mira Guille, no se qué o quién te ha dicho que me digas todo esto, pero sinceramente no me creo nada tuyo. ¿Sabes lo que me has hecho? ¿Tienes idea de lo que es torturar y maltratar a alguien desde pequeño? No, tú no tienes ni puta idea porque eres el chico guay del instituto y el niño mimado de papá. ¿Te acuerdas del día que me dejaste encerrado durante horas en el cuarto oscuro de la caldera? ¡Estuve como cinco semanas durmiendo con mi madre, y eso con catorce años! Pero claro, para ti solo era un juego de niños, un juego en el que yo siempre salía perdiendo y a veces ni me dabas la oportunidad de participar.

- Joder Nathan, ya te he dicho que lo siento, ¿qué más quieres?

- Nada, solo que me dejes en paz.

- Vale, lo siento, ya me voy.

Se dió media vuelta y cuando comenzó a andar me fijé que también cojeaba de un pie. Le tuvieron que pegar muy fuerte.

- ¿Me vas a contar lo que te ha pasado, o no? - Le grité, lo que le hizo volver sobre sus pasos.

- Nathan, necesito que me dejes dormir hoy en tu casa. Solo será esta noche, y me conformo con el suelo, pero por favor, no me dejes en la calle con este frío.

Y en ese momento deseaba con todas mis fuerzas dejarle tirado, dejarle indefenso, como tantas veces me había dejado él a mi. Pero no podía, no quería ponerme a su altura, ni que muriera helado por mi culpa.

Le hice una seña con la cabeza para que me siguiera, cosa que él no se pensó dos veces.

Una vez dentro de casa, suspiró aliviado gracias al calor.

Subimos a mi cuarto, y le tendí una esterilla en el suelo con cincuenta edredones para que no pasara frío. Me metí en mi cama y apagué la luz.

- Gracias, Nathan - Me susurró mientras bostezaba.

- Hasta mañana - Le contesté.

CADA DOS MINUTOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora