Capítulo Diez

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Harlied

La estoy utilizando.

Estiro mi brazo para aliviar un poco el estrés de la noche anterior y me asusto al sentir ese bulto envuelto en sábanas que reposa a mi lado izquierdo en la cama. Abro los ojos y toqueteo un par de veces para encontrar a Sandra totalmente rendida.

Mi cabeza duele tanto que creo que explotará.

—¡Ash! —bufó molesto, aunque sé que es mi culpa haber bebido tanto. Nadie me obligó. Nadie me puso una pistola para que me desvelara en una fiesta; soy el único responsable de mis acciones.

Me levanto muy despacio, muevo a la chica a mi lado para salir de entre las sábanas y con pasos sigilosos cruzo la sala al ver el reguero de personas que hay en el suelo. Todas amontonadas. Algunas se encuentran en ropas interiores, mientras que a otras ni siquiera les importó ser vistas como llegaron al mundo. Alcanzo mis zapatos, mi camisa y mis llaves. Salgo de ahí lo más pronto posible y mi vista se limpia luego de tan horroroso momento.

La luz del sol me golpea y mis ojos tardan un poco en acostumbrarse a tanta claridad. Mi cabeza sigue palpitando sin darme descanso. No sé a qué estoy jugando con esto de la vida llena de fiestas, alcohol y sonrisas falsas. No sé qué pretendo conseguir o quizá sí sé, pero me es más conveniente hacerme el fuerte e ignorar lo que en realidad me sucede para no afrontar mis temores.

Veo mi auto estacionado frente a la casa de Franco y me encamino hasta él para ir a casa. Mi mano se queda en el aire mientras empuño la llave y me detengo para observar la casa de al lado. Recuerdo a Charlotte hace algunos días, parada frente a ese lugar, con su mirada curiosa cuando mi vista se encontró con la suya. Se veía tan hermosa ese día y no tuve el valor para acercarme y decírselo a la cara. No he tenido éxito al tratar de sacarla de mi cabeza; es como si cada esfuerzo por dejar de pensar en ella hiciera que el sentimiento se hiciera más grande.

—¿Ya te vas? —La voz de Sandra me hace girarme y encontrarla frotando su rostro. Viste unos pantalones cortos y una blusa de tirantes; su cabello está muy despeinado y sus pies descalzos.

—Sí, tengo cosas que hacer.

—La pasé muy bien anoche —Me da una mirada coqueta.

—Bien —Es lo único que puedo decir.

—Espero verte pronto —Ella se acerca a mí y me abraza. Lucho contra el impulso de apartarla de inmediato para no hacerla sentir mal, pero es algo que no consigo. Sostengo sus brazos y la alejo de mí.

—Debo irme.

Subo a mi coche y, en cuanto lo enciendo, desaparezco de su vista.

***

—Hola, mamá —Saludo al cruzar el umbral de la puerta y encuentro a una madre preocupada.

—Hola, mi amor —Me abraza—. ¿Dónde estuviste? No te he visto desde ayer.

—Estoy bien, mamá, no te preocupes —Beso su frente y, como soy más grande que ella, mi barbilla reposa sobre su cabeza.

—Al menos trata de avisarme cuando vayas a hacer eso —Envuelve sus brazos alrededor de mi cintura—. No pude dormir pensando en ti.

—Tranquila, no volverá a pasar.

—Está bien —Pasa sus manos sobre mis brazos y da pequeños golpecitos en mi pecho—. Mi niño está creciendo. Ya se escapa de casa.

Yo me limito a sonreír ante su comentario y la acerco mucho más a mí para sentir su cálido abrazo. Y ese simple gesto hace que mis fuerzas se incrementen y me permitan disfrutar de este momento junto a mi madre.

El color del amor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora