I

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-Jason, trae otra cerveza-

Escucho a mi padre decir desde su sillón. Ni siquiera lo sentí llegar.

Rápidamente escondo la muñeca que me regaló mi vecina Hillary bajo mi cama y me pongo mis zapatos para bajar a servirle.

No importa las veces que hable con Dios, no importa las veces que le prometa que seré un excelente hijo o cuántas veces le prometa que rendiré en la escuela como debe ser, simplemente parece no escucharme.

Aunque bueno, es Dios. Debe estar ocupado escuchando y ayudando a otras personas que lo necesiten más que yo. O quizás no merezco que me ayude.

O tal vez me hace falta pedir con más fé. Mañana le diré a Hillary que ore conmigo.

Cuando llego al refrigerador y lo abro me doy cuenta de que no hay más cerveza y el pánico me recorre el cuerpo.

Quiero llorar de inmediato porque sé lo que se avecina y definitivamente no quiero que suceda de nuevo así que intento controlarme mordiendo mi labio inferior hasta que siento como lo corto con mis propios dientes.

-¡Jason, trae una maldita cerveza!-

Mi corazón palpita mucho más rápido. ¿Qué le voy a decir?, ¿Qué excusa tengo?, No puedo decirle que olvidé comprarlas por haberme quedado con Hillary jugando a las muñecas.

Pero tampoco puedo llorar porque los hombres no lloran.

-psst.- escucho

-psst.-

Giro mi cara a la izquierda para encontrar a Hillary llamándome a través de la ventana.

-Ten una de éstas- susurra mientras saca una cerveza por la ventana de su cocina.

Cierro el refrigerador sin pensarlo dos veces y salto por la ventana de la cocina para acercarme a la de Hillary y tomar la cerveza entre mis manos.

Está caliente.

No me voy a salvar hoy.

-Gracias.- le digo y corro hasta mi ventana para subir laboriosamente a través de la misma y destapar la cerveza.

-¡Maldita sea inútil, solo es una maldita cerveza!-

Ya está levantando el tono, los vecinos se van a enterar.

Aunque bueno, no es como que hagan mucho al respecto.

Tomo hielo del refrigerador y lo agrego a un vaso para luego servir la cerveza en él y rogarle a Dios que alcance a enfriarse mientras salgo de la cocina y llego a su sillón.

-Al fin.- dice.

Le entrego el vaso y me quedo frente a él esperando que suceda lo que vaya a suceder.

-¿Qué es esto?- pregunta señalando el vaso.

-Espuma.- respondo y siento mi mejilla arder cuando me golpea.

-Sabes que odio la espuma.- dice

-¿Qué haces ahí?, Quítate.- agrega.

No parece importarle que no esté tan fría como de costumbre y puedo soltar un suspiro de alivio y subir a mi habitación sin hacer mucho ruido.

-¡Jason!- lo escucho.

Bajo de nuevo las escaleras.

Ésta vez me golpeara más fuerte.

-Ve por más.- es todo lo que dice y saca de su bolsillo dinero para dármelo.

Para cuando llego con un nuevo abastecimiento de cerveza lo encuentro dormido en el sillón.

Qué bueno porque así no notará que también compré cosas para comer con ese dinero.

Entonces antes de que se despierte decido correr hasta la cocina y guardar la cerveza en el refrigerador para luego subir las cajas de cereal y de pasta que compre para mí y esconderlas bajo la cama junto con la muñeca.

Cuando se hace de noche decido bajar a quitarle los zapatos, reclinar el sillón para que esté más cómodo, apagar la pequeña televisión que está encima de la única mesa que tenemos y luego apagar la luz para que no se despierte.

Si se despierta estoy acabado.

Sin embargo, cuando el reloj de su muñeca marca las 8 de la noche, subo a mi habitación y saco de debajo de la cama la caja de pastas  que compré y me escapo por la ventana de la cocina y llego a la casa de Hillary a tocar su puerta.

-Rápido muchacho, entra, corre.- dice su madre cuando me ve en la puerta.

Son excelentes personas.

Siempre me esperan para cenar justo a las 8 de la noche cuando mi padre se duerme.

En su mesa siempre hay una silla para mí a pesar de que ya son bastantes hombres en la familia.

-Mire señora Amalia, traje pastas.- le digo dejando la caja en la alacena.

Todas las noches mientras rezo le doy gracias a Dios por ésta familia.

Porque no está rota.

Como la mía.

Y porque merecen tener todas las cosas buenas que puedan pasarle a las personas.

Hoy no me siento junto a Hillary porque ella está ayudando a su madre a servir y a ubicar los platos en la mesa. Qué chistoso, tiene 11 años como yo pero ya hace labores de mujer mayor.

Hoy me siento junto a Cole.

Cole es genial, tiene 14 años, ya casi es todo un adulto. Juega baloncesto, tiene ojos azules igual que todos en la familia y su cabello rubio combina perfectamente con las pequeñas pecas que tiene en su cara.

Pero no puedo mirarlo mucho a la cara.

Porque los hombres no se miran entre sí.

Agradecemos a Dios por la comida y empezamos a comer.

Por accidente mi rodilla roza la de Cole y de inmediato me siento palidecer pero intento disimularlo y le pido a Dios que me perdone que yo no lo vuelvo a hacer.

Porque los hombres no se tocan entre sí.

Pero ésta vez es Cole quien roza mi rodilla con la suya.

Yo intento distraerme mirando a Hillary, mirando mi plato y comiendo con más calma pero no puedo.

El tenedor se resbala de entre mis dedos porque estoy sudando.

En un momento Cole gira su cabeza hacia mí y me dedica una sonrisa que los demás no logran ver.

Y cuando terminamos de comer Cole baja su mano y la pone en mi rodilla haciendo que yo me levante de inmediato y me acerque a la cocina para lavar mis platos, pero los nervios hacen que mi plato se me resbale de las manos y caiga a mis pies quebrándose en mil pedazos.

-Lo siento mucho, señora Amalia.- digo.

-No te preocupes, cariño. Está bien yo lo limpio.-

Seco mis manos con un trapo que se mueve violentamente entre mis dedos debido a mis nervios y luego siento como una mano toma la mía.

Es Hillary que me lleva a su habitación para jugar.

Gracias a Dios.





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