—Mil quinientos —dijo Kendall—; Por una semana que será más de vacaciones que
de trabajo.
—De acuerdo ——aceptó ________, reacia, sabiendo que probablemente estaba
cometiendo un error, pero incapaz de rechazar la oportunidad de aliviar un poco la
situación financiera de su familia.
—Estupendo —Kendall se levantó, sonriendo aliviado—. ¿Por qué no te tomas el
resto de la tarde para ir a casa y escribir una especie de informe sobre ti misma?
Tráemelo mañana y así tendré el fin de semana para estudiarlo. Yo haré lo mismo para
ti. El lunes debemos saber lo suficiente el uno del otro como para dar la impresión de
que llevamos casados un tiempo.
Cuando Kendall se sentó y abrió una carpeta que tenía sobre la mesa, ________ supo
que había llegado el momento de retirarse. Salió del despacho y fue a la zona de
recepción, donde se encontraba su escritorio.
Aunque llevaba dos años trabajando para Kendall Schmidt, no estaba segura de
querer continuar en aquella oficina. Cuando Kendall Schmidt la entrevistó por primera
vez para el trabajo le explicó que su puesto incluía tanto los deberes de asistente
personal como los de secretaria.
A ________ la alegró mucho conseguir el puesto y, al principio, no le importó
ocuparse de los encargos personales de su jefe, como comprar los regalos de
cumpleaños para su padre y su tía, o recoger su ropa de la tintorería. Esperaba
alcanzar su sueño de convertirse en redactora publicitaria, de llegar a formar parte
del proceso creativo del mundo de la publicidad.
En la entrevista inicial, Kendall mencionó la posibilidad de ascender en la empresa,
y conociendo la reputación de la Agencia de Publicidad Schmidt, ________ se entusiasmó
ante la posibilidad de aprender de él.
Pero, hasta ese momento, lo único que había aprendido era que a su jefe le
gustaban las camisas bien almidonadas y los sándwiches sin mayonesa, que ninguna
novia le duraba más de tres semanas y que siempre les enviaba flores cuando las
dejaba. Y aunque sentía que había aprendido muchas más cosas durante aquellos dos
años, no había tenido la posibilidad de poner sus conocimientos en práctica. Se sentía
frustrada, mal aprovechada y quería más de su trabajo.
Mientras ordenaba su escritorio, se fijó en la gran foto de su jefe que adornaba
la pared que tenía enfrente.
Kendall Schmidt. A los treinta y tres años ya era un profesional de éxito en el
mundo de la publicidad. Y tampoco podía ponerse en duda que era un hombre guapo e
irresistible. Tenía el pelo rubio, fuerte y los ojos verdes. Sus rasgos
marcados no irradiaban tan solo atractivo, sino también inteligencia.