Capitulo 2

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Strömstad, 1923.

No se habría atrevido a decirlo en voz alta, pero a veces pensaba que era una suerte que su madre hubiese muerto cuando ella nació. De ese modo se quedó con su padre para ella sola y, por lo que había oído decir de su madre, no le habría sido tan fácil dominarla. Pero su padre no tenía fuerzas para negarle nada a su hija huérfana de madre. Una circunstancia de la que Agnes era perfectamente consciente y que utilizaba al máximo. Algunos parientes y amigos bienintencionados intentaron hacérselo ver a su padre, pero, aunque el hombre hacía esfuerzos moderados por decirle que no a su princesita, tarde o temprano ganaba la batalla su bello rostro de grandes ojos que tan fácilmente dejaban rodar lagrimones por sus mejillas. Llegado ese extremo, el corazón paterno solía ceder y la joven se salía con la suya.

El resultado fue que en aquel momento, a la edad de diecinueve años, era una joven consentida y muchos de los amigos que había tenido a lo largo de los años se atreverían a decir de ella sin miramientos que tenía un punto de maldad. Por lo general eran las chicas las que solían dejarse caer con semejante aserto. Los chicos, según había notado Agnes, no veían más allá de su bello rostro, sus grandes ojos y la larga y abundante melena que siempre movió a su padre a darle cuanto pedía.

La casa de Strömstad era una de las más fastuosas. Estaba en la cima de la colina, con vistas al mar, y la compraron en parte con la herencia de la fortuna de su madre y en parte con el dinero que su padre había ganado en el negocio de la piedra. Estuvo a punto de perderlo todo en una ocasión, durante la huelga de 1914, cuando los picapedreros se alzaron como un solo hombre contra las grandes compañías. Pero se restauró el orden y, después de la guerra, los negocios volvieron a florecer y la cantera de Krokstrand, a las afueras de Strömstad, trabajaba al máximo para poder hacer sus entregas, ante todo, a Francia.

A Agnes no le interesaba mucho de dónde salía el dinero. Había nacido rica y siempre había vivido como tal, y si el dinero era heredado o ganado con esfuerzo la traía sin cuidado, siempre que le permitiese comprar joyas y vestidos bonitos. No todo el mundo lo veía así y ella lo sabía. Sus abuelos acogieron con horror el día en que su hija se casó con el padre de Agnes. Era un nuevo rico de familia pobre, de esos que no encajaban bien en grandes eventos, sino a los que se veían obligados a invitar en la mayor sencillez, con la sola asistencia de los más próximos a la familia. E incluso aquellas reuniones resultaban vergonzosas.

Los humildes no sabían cómo comportarse en finos salones y la conversación resultaba lamentablemente pobre. Los abuelos jamás lograron comprender qué vio su madre en August Stjernkvist, o en Persson, que era su apellido real. Ellos no se dejaron engañar por su intento de ascender en el escalafón social mediante un simple cambio de apellido. Sin embargo estaban felices con su nieta y, desde que su hija había muerto de forma tan repentina en el parto, competían con su padre por mimarla.

-Querida, me voy a la oficina.

Agnes se volvió cuando su padre entró en la habitación. Llevaba un rato tocando el gran piano que había frente a la ventana, más que nada porque sabía que aquella postura ponía de relieve su buen porte. No tenía especial talento para la música; pese a las costosas clases de piano que recibió desde pequeña, apenas era capaz de leer las notas que tenía en la partitura.

-Papá, ¿has pensado en lo del vestido que te enseñé el otro día? -le preguntó con mirada suplicante. Comprobó que su padre se debatía entre el deseo de decirle que no y su incapacidad para ello.

-Bonita mía, si te acabo de traer uno de Oslo…

-Ya, pero está forrado, papá. No querrás que vaya a la fiesta del sábado con un vestido forrado con el calor que hace, ¿verdad?

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora