Capitulo 30

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Agnes se estiró perezosamente en la amplia cama. Por alguna razón, cuando acababa de hacer el amor con un hombre, se sentía llena de vida. Observó la ancha espalda de Per Erik, que estaba sentado en el borde poniéndose los impecables pantalones del traje.

-Y bien, ¿cuándo piensas decírselo a Elisabeth? -le preguntó escrutándose las uñas pintadas de rojo en busca de algún desperfecto inexistente.

La ausencia de respuesta por parte de su amante la movió a levantar la vista.

-¿Per Erik? -lo apremió inquisitiva.

Él carraspeó, algo incómodo.

-Verás, creo que aún es pronto. Hace poco más de un mes que murió Åke y ¿qué va a pensar la gente de…? -dejó la frase inconclusa.

-Yo creía que lo nuestro te importaba más que las opiniones de «la gente» -replicó Agnes con una acritud desconocida para él.

-Y así es, querida, así es. Sólo que creo que deberíamos… esperar un poco remató dándose la vuelta para acariciarle las piernas desnudas.

Agnes lo miró con suspicacia. Su expresión era inescrutable. La indignaba no poder adivinar su pensamiento por completo al igual que hacía con todos los demás hombres. Pero al mismo tiempo quizá ésa fuese la razón por la que, por primera vez en su vida, sentía que había encontrado al hombre capaz de satisfacer sus expectativas. Y ya era hora. Cierto que ella tenía un aspecto excelente para sus cincuenta y tres años, pero el paso del tiempo también le acarreaba cambios nada gratos y pudiera ser que, muy pronto, se viese obligada a dejar de confiar en su físico. La idea la aterraba, de ahí que fuese tan importante para ella que Per Erik cumpliese las promesas que tan generosamente le había hecho. Desde que iniciaron su relación, hacía ya años, Agnes siempre había tenido el control. Al menos, así lo veía ella. Sin embargo, ahora y por primera vez, sintió una punzada de recelo. ¿No se habría dejado embaucar? Por el bien de Per Erik, esperaba que ése no fuese el caso.

Harald Spjuth estaba satisfecho con la vida de sacerdote. Como hombre, sin embargo, se sentía algo solo a veces. Pese a haber cumplido ya los cuarenta y ocho, no había encontrado a nadie con quien compartir su vida y eso le causaba un profundo dolor. Tal vez la sotana hubiese sido un impedimento, pues, de hecho, no había ningún rasgo de su personalidad que indicase que hubiera de tener dificultades para encontrar el amor. Era un hombre verdaderamente bueno y agradable, aunque él, personalmente, no hubiera elegido esos términos para describirse, ya que, además, era tímido y modesto. Tampoco podía achacar su soledad a su aspecto físico. Quizá no pudiera afirmarse sin más que valía como protagonista en la gran pantalla, pero tenía un rostro agradable, conservaba todo su cabello y poseía la envidiable cualidad de no engordar ni un solo gramo de más, pese a su inclinación por la buena mesa y los muchos cafés y pastelillos que conllevaba la vida de sacerdote de un pueblo. Aun así, no resultó.

En cualquier caso, Harald no había desistido del todo. Se preguntaba qué pensarían sus fieles si supieran la cantidad de anuncios que había enviado últimamente para buscar contactos. Tras haber probado con clases de baile y cursos de cocina, aunque sin éxito, al final de la primavera decidió sentarse a escribir el primer anuncio y, desde entonces, no dejó de hacerlo. Todavía no había encontrado a su gran amor, si bien sí compartió más de una cena agradable, amén de conseguir un par de buenas amigas con las que se escribía a menudo. De hecho, en la mesa de la cocina lo aguardaban tres cartas a la espera de su lectura y su respuesta, pero el deber era lo primero.

Volvía de visitar a varios de los feligreses de más edad, que gustaban de distraerse un rato charlando con el sacerdote, y fue derecho a la iglesia sin detenerse en su casa. Muchos de sus colegas, más ambiciosos que él, pensarían que su parroquia era demasiado insignificante, pero Harald estaba muy satisfecho. La casa parroquial, de color amarillo, era un hermoso hogar para vivir y siempre le impresionaba la imagen imponente del templo cuando subía el pequeño sendero empinado. Al pasar ante la vieja escuela de la iglesia, situada enfrente de la casa parroquial, le vino a la cabeza el encendido debate que había surgido entre los habitantes del pueblo. Una promotora quería derribar el ruinoso edificio para construir apartamentos, pero el proyecto generó una avalancha de artículos de protesta y de cartas de la gente que, a toda costa, quería conservar la escuela tal y como estaba. En cierto modo, Harald entendía tanto a los unos como a los otros, pero le resultaba muy llamativo que la mayoría de los detractores del proyecto no fuesen residentes habituales, sino veraneantes con una segunda residencia en el pueblo. Naturalmente, querían que su retiro en Fjällbacka se conservase perfectamente pintoresco y entrañable; así podían pasear por el pueblo los fines de semana y considerarse afortunados por tener un lugar tan agradable en el que refugiarse, lejos del día a día de la gran ciudad. El problema era que un pueblo que no se desarrolla termina por sucumbir tarde o temprano, y no era posible congelar la imagen eternamente. Los apartamentos hacían mucha falta y no cabía catalogar como históricos todos los edificios de Fjällbacka sin que ello interfiriese en la vida de la comarca. El turismo estaba muy bien, claro, pero la vida seguía después del verano, se decía Harald mientras caminaba despacio hacia la iglesia.

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora