Capitulo 18

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Sus silbidos acompañaban el resonar del martillo contra el adoquín. Desde que nacieron los niños, había recuperado la alegría en el trabajo y acudía cada día a la cantera con el convencimiento de que tenía por quién trabajar. Los pequeños eran cuanto siempre había soñado. Sólo tenían seis meses, pero ya controlaban su mundo y constituían su único universo. La imagen de sus cabecitas pelonas y sus sonrisas desdentadas no le abandonaban en todo el día, y se le alegraba el corazón y ansiaba la llegada de la tarde para poder ir a casa y estar con ellos.

Pensar en su esposa, en cambio, lo hacía perder momentáneamente el ritmo al golpear el granito. Aún parecía desligada de los niños, pese a que ya había pasado tanto tiempo desde el difícil parto en que estuvo a punto de morir. El médico le dijo que a algunas mujeres les costaba mucho recuperarse de semejante experiencia y que, en esos casos, podían tardar meses en aceptar al hijo o, como aquí, a los hijos. Anders había intentado facilitarle las cosas a Agnes en todo lo que estaba a su alcance. Pese a lo largo y duro de sus jornadas, era él quien se levantaba a consolar a los pequeños si despertaban por la noche y, puesto que Agnes se negaba a darles el pecho, fue él quien se hizo cargo de alimentarlos. Para Anders era una felicidad darles de comer, cambiarlos y jugar con ellos. Al mismo tiempo, debía pasar muchas, muchas horas en la cantera, durante las cuales Agnes se veía obligada a cuidarlos. Aquello lo llenaba de preocupación. No eran pocas las ocasiones en que, cuando llegaba a casa, se los encontraba sucios y llorando desesperados de hambre. Él intentó hablar con ella del tema, pero Agnes volvía la cabeza y se negaba a escuchar. Finalmente, fue un día a casa de Jansson y le preguntó a Karin, su mujer, si ella podría ir de vez en cuando a ver cómo estaban. La mujer lo miró algo extrañada, pero le prometió que lo haría. Anders le estaría eternamente agradecido por ello. Ya tenía bastantes obligaciones con lo suyo. Seguramente sus ocho hijos le exigían la mayor parte de su tiempo y, aun así, le prometió sin dudar ocuparse de los dos suyos siempre que pudiese. Aquella promesa le quitó de encima un peso indecible. En alguna ocasión creyó ver un extraño destello en los ojos de Agnes, pero desaparecía tan rápido que terminaba convenciéndose de que serían figuraciones suyas. Sin embargo, alguna que otra vez evocaba ese destello mientras trabajaba en la cantera y entonces tenía que contenerse para no dejar el martillo y salir corriendo a casa, sólo para asegurarse de que los niños estaban jugando tranquilamente en el suelo, sonrosados y sanos.

Últimamente aceptaba más trabajo del habitual. De algún modo tenía que conseguir que Agnes estuviese más satisfecha con su vida pues, de lo contrario, los haría infelices a todos. Desde que llegaron al barracón, ella insistía en que deberían alquilar algo en el pueblo, y Anders estaba resuelto a hacer cuanto estuviese en su mano para satisfacer su deseo. Si aquello dulcificaba ligeramente su actitud para con él y los niños, sus largas jornadas de trabajo habrían valido la pena más que de sobra. Ahora que Anders se encargaba del salario y de la compra, podían hasta ahorrar, aunque el menú era poco variado Su madre no le había enseñado mucho sobre cocina y, además, siempre compraba lo más barato. Por otro lado, Agnes había empezado a asumir, aunque a disgusto, algunas de las tareas propias de una esposa. Tras varios intentos ante los fogones, lo que cocinaba fue resultando comestible, de modo que Anders abrigaba cierta esperanza de no tener que hacerse cargo de la cena en un futuro no muy lejano.

Si conseguían mudarse más cerca del centro de Fjällbacka, con algo más de vida social y movimiento, seguro que todo empezaría a ir mejor. Tal vez incluso pudiesen retomar su vida marital, que ella llevaba negándole más de un año.

La piedra se dividió ante sus ojos en un corte perfecto, justo en el centro. Lo tomó por un buen presagio: su plan lo conduciría por el camino adecuado.

El tren entró en el andén a las diez y diez. Mellberg llevaba media hora esperando. Varias veces estuvo a punto de darse media vuelta con el coche y marcharse, pero no habría servido de nada.

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora