Algo iba mal. Había dejado pasar demasiado tiempo. Hacía año y medio de la muerte de Åke y Per Erik respondía a sus exigencias de actuación con excusas cada vez más vagas. Últimamente ni siquiera se molestaba en contestar y las llamadas reclamando la presencia de Agnes en el hotel Eggers eran cada vez más espaciadas. Empezaba a odiar aquel lugar. Las blandas sábanas del hotel sobre su piel y lo impersonal de la decoración le provocaban una repulsión asfixiante. Ella quería otra cosa. Ella se merecía otra cosa. Ella se merecía mudarse a su gran mansión, ser la anfitriona de sus fiestas, ser respetada, tener un estatus y ser mencionada en las reseñas de sociedad. ¿Quién creía él que era ella?
Agnes temblaba de rabia mientras conducía. Vio desde la ventanilla la imponente casa de ladrillo pintado de blanco de Per Erik y, tras las cortinas, atisbó una sombra que se movía de habitación en habitación. Su Volvo no estaba ante el garaje. Era un martes por la mañana, así que, con toda probabilidad, se encontraría en el trabajo. Y Elisabeth estaría sola en casa, dedicada a las tareas propias de la excelente ama de casa que era: cosiendo los dobladillos de los manteles, abrillantando la plata o cualquier otra triste labor de las que Agnes jamás se había dignado hacer. Y, con total seguridad, no tenía la menor idea de que su vida estaba a punto de romperse en pedazos.
Agnes no sintió la menor vacilación. Ni se le pasó por la cabeza que el comportamiento cada vez más evasivo de Per Erik pudiera deberse a un menor entusiasmo por ella. No, que él no se hubiese presentado aún como un hombre libre era sin duda culpa de Elisabeth. Siempre fingía ser tan desvalida, tan débil y tan dependiente sólo para tenerlo bien atado. Pero Agnes adivinó su juego, por más que a Per Erik se lo ocultase. Y si él no era lo bastante hombre para atreverse a un enfrentamiento con su mujer, Agnes no estaba sujeta a ese tipo de escrúpulos. Salió del coche, se cerró bien el abrigo de piel que llevaba para protegerse del frío de noviembre y, con paso resuelto, se apresuró en dirección a la entrada.
Elisabeth le abrió la puerta enseguida y la recibió con una sonrisa tan amplia que Agnes se retorcía de desprecio. No deseaba otra cosa que borrar aquella sonrisa de su cara.
-¡Vaya, Agnes, qué alegría que vengas a visitarme!
Se dio cuenta de que su entusiasmo era sincero, aunque se la veía sorprendida. Cierto que Agnes había estado como invitada en su casa en otras ocasiones, pero sólo para celebraciones y fiestas. Jamás se había presentado así, sin avisar.
-Entra -la invitó Elisabeth. Pero tendrás que perdonar el desorden. Si hubiera sabido que ibas a venir, habría arreglado un poco la casa.
Agnes entró en el vestíbulo y miró a su alrededor buscando el desorden al que aludía Elisabeth. Sin embargo, todo estaba en su lugar, lo que confirmaba la imagen de ama de casa perfecta y patética.
-Siéntate, voy a poner un café -le dijo educadamente.
Antes de que Agnes lograse detenerla, ya se había metido en la cocina.
Ella no tenía pensado sentarse a tomar café con la mujer de Per Erik, sino que pretendía solventar su asunto lo antes posible. Sin embargo, y muy a disgusto, se quitó el abrigo y se acomodó en el sofá de la sala de estar. Apenas se sentó, apareció Elisabeth con una bandeja con café y rebanadas gruesas de bizcocho, y la colocó sobre la mesa oscura y reluciente que había ante el sofá. Agnes pensó que el café ya debía de estar hecho, pues no había tardado más que unos minutos.
Elisabeth se sentó en el sillón, junto al sofá en el que estaba Agnes.
-Venga, coge un trozo de bizcocho. Lo hice esta mañana.
Agnes miró con aversión el empalagoso dulce y le dijo:
-Creo que sólo tomaré café, gracias.
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Las hijas del frio
HorrorUn terrible caso en que una mano secreta busca venganza desde un pasado lejano. La escritora Erica y su pareja el comisario Patrik acaban de tener una hija, y aún se están adaptando a los cambios en su hogar, cuando un pescador encuentra el cadáver...