Capitulo 23

30 1 0
                                    

La catástrofe tuvo lugar un domingo. El barco rumbo a América zarparía de Gotemburgo el viernes y ya lo tenían embalado casi todo. Anders había enviado a Agnes a comprar algunas cosas que creía necesitarían over there y, como excepción, le confió el dinero necesario para ello.

Cuando giró la esquina y empezó a subir la cuesta, Agnes llevaba la cesta llena de vituallas. Oyó gente gritar a lo lejos y apremió el paso. El humo llegaba a las casas próximas a la suya y se hacía más denso al final de la pendiente. Agnes dejó la cesta y cubrió a la carrera los últimos metros hasta su casa. El fuego fue lo primero que vio. Ingentes llamaradas ascendían saliendo por las ventanas del edificio y la gente corría de un lado a otro como gallinas enloquecidas; los hombres y algunas mujeres con cubas de agua, el resto de las mujeres con las manos en la cabeza, gritando aterrorizadas. El fuego se había propagado a algunas casas más y parecía dispuesto a hacerse con toda la manzana. Se extendía con una rapidez increíble. Agnes observaba la escena boquiabierta y con los ojos desorbitados por la conmoción. Nada la habría preparado para semejante espectáculo.

Un humo espeso y negruzco empezó a difundirse cubriendo las casas y convirtiendo el aire en una niebla grisácea y grumosa. Agnes seguía paralizada cuando una de las vecinas se le acercó y le dio un tirón del brazo.

-Ven con nosotros, no mires -la animó intentando llevarla consigo.

Pero Agnes no se dejó convencer. El humo le irritó los ojos que, llenos de lágrimas, contemplaban los restos de su hogar. Su casa parecía arder más que ninguna otra.

-Anders…, los niños… balbució en tono monocorde mientras la vecina le tiraba desesperadamente de la camisa para apartarla de allí.

-Aún no sabemos nada -explicó la mujer que, según Agnes recordaba vagamente, se llamaba Britt o Britta-. Están diciéndole a todo el mundo que se reúna en la plaza. Tal vez estén ya allí -sugirió con una falta de fe que no le pasó inadvertida.

La mujer sabía tan bien como ella que no encontraría allí a ninguno de los tres.

Poco a poco fue sintiendo que el ardor de las llamas le calentaba la espalda. Como una autómata, se dejó guiar por Britt, o Britta, por la pendiente en dirección a la plaza, donde las mujeres elevaban sus lamentos al cielo. Sin embargo, todas guardaron silencio al ver a Agnes. Ya se habían difundido los rumores. Mientras ellas lloraban por las cosas que habían perdido en el incendio, Agnes tendría que llorar a su marido y a sus dos hijos. Todas las madres la observaban llenas de dolor. No importaba qué hubiesen dicho o pensado de ella hasta entonces. Ahora no era más que una madre que había perdido a sus hijos y todas se abrazaban fuertemente a los suyos, aún con vida.

Agnes tenía la vista clavada en el suelo. No había llanto en sus ojos.

Se levantaron al ver que Patrik se acercaba. Veronika llevaba a su hija bien agarrada de la mano y no la soltó por el pasillo, cuando Patrik las guió hasta su pequeño despacho. Una vez allí, les indicó que tomasen asiento.

-¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Patrik.

Le dedicó una sonrisa tranquilizadora a Frida, que parecía angustiada. Luego dirigió la mirada a Veronika, que animó a su hija con un gesto.

-Frida tiene algo que contar -aseguró exhortando a la pequeña una vez más.

-En realidad, es un secreto -dijo Frida con un hilo de voz.

-¡Huy, un secreto! ¡Qué emocionante! -exclamó Patrik. Al ver que la pequeña no estaba nada segura de si debía contarlo, prosiguió-: Pero ¿sabes una cosa? El trabajo de la policía consiste en conocer tocios los secretos, así que si se lo revelas a un policía, puede decirse que no cuenta.

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora