Allí estaba, tendido en la cama con los brazos bajo la cabeza y mirando el techo. Ya era tarde y, como siempre, sentía en las articulaciones el peso de un largo día de trabajo. Pero aquella noche no lograba calmarse del todo. Tantos pensamientos surcaban su mente que era como intentar dormir en medio de un enjambre de moscas.
La reunión sobre el bloque de piedra se había desarrollado bien y constituía una de las razones de su cavilar. Sabía que aquel trabajo sería un reto y le daba vueltas a las distintas alternativas, intentado decidirse por el mejor modo de proceder.
Ya sabía por dónde empezar a extraer de la montaña el gran bloque que precisaba. En la parte sudoeste de la cantera había una ingente roca aún intacta de la que creía poder liberar un buen cubo de hermoso granito; con un poco de suerte, no presentaría los fallos y debilidades que harían que la roca se deshiciese.
La segunda razón de sus reflexiones era la muchacha de oscuros cabellos y ojos azules. Sabía que aquello eran pensamientos prohibidos. Los hombres como él no podían ni siquiera pensar en ese tipo de jóvenes. Pero no podía evitarlo.
Cuando estrechó aquella mano delicada entre las suyas, tuvo que obligarse a soltarla de inmediato. Cada segundo que pasaba sintiendo su piel, más le costaba abandonarla; y a él nunca le gustó jugar con fuego. La reunión fue una tortura. Las manecillas del reloj se arrastraban con exasperante lentitud y pasó todo el tiempo conteniéndose para no girarse a mirar al rincón donde ella estaba sentada.
Jamás había visto nada tan hermoso. Ninguna de las muchachas ni de las mujeres que habían pasado por su vida podía comparársele. Ella pertenecía a un mundo totalmente distinto. Lanzó un suspiro y se tumbó de lado, en un nuevo intento por conciliar el sueño. A la mañana siguiente empezaría a las cinco, como todos los días, que no tenían la menor consideración con el hecho de que sus meditaciones lo hubiesen mantenido despierto.
Oyó un estallido. Sonó como una piedra contra el cristal, pero el ruido cesó tan rápido que se preguntó si habrían sido figuraciones suyas. De todos modos, ya no se oía nada, así que volvió a cerrar los ojos. Pero entonces lo oyó de nuevo. No cabía la menor duda. Alguien estaba arrojando piedras contra su ventana. Anders se incorporó en la cama. Debía de ser alguno de los compañeros con los que salía de vez en cuando a tomarse un trago y pensó enojado que, si despertaban a la viuda a la que le alquilaba la habitación, tendrían que vérselas con él. El alojamiento había funcionado bien los tres últimos años y no quería ser motivo de queja.
Con mucho cuidado, soltó los postigos y abrió la ventana. Vivía en la planta baja, pero unas frondosas lilas le tapaban la vista levemente y entrecerró los ojos para distinguir quién lo reclamaba a la débil luz de la luna.
Un segundo después, no podía dar crédito.
Estuvo dudando un buen rato. Incluso se había puesto la cazadora y se la había vuelto a quitar varias veces. Pero Erica al fin terminó por decidirse. No podía haber nada malo en ofrecer su ayuda; ya vería después si Charlotte tenía fuerzas para aguantar su visita o no. En cualquier caso, le resultaba imposible quedarse en casa sin más cuando sabía que su amiga estaba pasando por un calvario.
Aún se apreciaban en el camino las huellas de la tormenta de hacía dos días. Árboles derribados por el viento, basura y porciones de objetos esparcidos aquí y allá formando pequeños montones, todo mezclado con hojas bermejas y amarillas. Pero también parecía que la tormenta se hubiese llevado la película de suciedad otoñal que cubría el pueblo; en efecto, ahora el aire era puro y limpio como una hoja de cristal recién lustrada.
Maja iba llorando a voz en grito y Erica apremió el paso. Por alguna razón, la pequeña pensó que estar en el carrito en estado de vigilia era una actividad absurda, y así lo indicaba protestando a todo volumen. Su llanto aceleró el pulso de Erica, que empezó a sudar de pánico. Un instinto primario le decía que debía detener el carrito, tomar a Maja en sus brazos y salvarla de los lobos, pero supo refrenarse. El camino hasta la casa de la madre de Charlotte no era muy largo y ya le faltaba muy poco.
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Las hijas del frio
HorrorUn terrible caso en que una mano secreta busca venganza desde un pasado lejano. La escritora Erica y su pareja el comisario Patrik acaban de tener una hija, y aún se están adaptando a los cambios en su hogar, cuando un pescador encuentra el cadáver...