Capitulo 8

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La mano le temblaba un poco cuando golpeó el cristal. La ventana se abrió enseguida y ella pensó satisfecha que debía de estar allí esperándola. Hacía calor en la habitación y se preguntó si el rubor de sus mejillas se debería a la temperatura o a la sola idea de las horas que tenían por delante. Seguramente sería por lo segundo, se dijo, pues también las mejillas de Anders despedían fuego.

Por fin llegaban al punto que ella había deseado desde que arrojó la primera piedra contra su ventana. Instintivamente supo que con él le convenía ir despacio. Si había algo que sabía hacer, era adivinar cómo eran los hombres y luego darles a la mujer que querían. En el caso de Anders, tuvo que interpretar a la dulce y tímida flor durante un par de semanas insoportablemente largas. Ella habría preferido meterse en su cama la primera noche, pero sabía que eso lo habría espantado. Si quería conquistarlo, tenía que jugar a su juego. Puta o virgen, ella sabia darles ambas versiones.

-¿Estás asustada? -le preguntó Anders, sentado junto a ella sobre su estrecha cama.

Agnes reprimió una sonrisa. Si supiera lo versada que estaba en aquello, él sería el angustiado. Pero no podía delatarse a sí misma. No ahora, la primera vez que quería poseer a un hombre tanto como él a ella. Así que bajó la mirada y asintió levemente. Cuando él la rodeó con sus brazos para tranquilizarla, no pudo evitar una sonrisa que ocultó en su hombro.

Después buscó su boca y, cuando el beso se volvió más intenso y entregado, él empezó a desabotonarle la camisa, aún con delicadeza y muy despacio. Ella habría querido quitársela de un tirón, pero sabía que eso destruiría aquella imagen de sí misma a cuya creación había dedicado semanas. Llegado el momento, también daría rienda suelta a esa faceta, pero entonces él se atribuiría el honor de haberla hecho aflorar. Los hombres eran tan simples…

Cuando cayó la última prenda, Agnes se cubrió tímidamente con la manta. Anders le acarició el cabello y la miró a los ojos, indagando y aguardando a que ella le diese el beneplácito para meterse en la cama.

-¿No podrías apagar la vela? -preguntó Agnes con voz débil y temerosa.

-Sí, claro, por supuesto -respondió Anders, turbado por no haber pensado él mismo que ella preferiría la protección de la penumbra.

Extendió el brazo hacia la mesilla de noche y ahogó la llama con los dedos. En la oscuridad, Agnes sintió cómo él se volvía hacia ella y, con una lentitud insufrible, empezaba a tocarla.

En el momento preciso, Agnes dejó escapar un gemido fingido de dolor con la esperanza de que él no interpretase la ausencia de sangre como un indicio de engaño. Pero a juzgar por la ternura de los cuidados que Anders le dedicó después, concluyó que no había abrigado la menor sospecha y Agnes se sintió satisfecha de su actuación. Puesto que se vio obligada a reprimir su instinto natural, fue algo más aburrido de lo que esperaba; pero existía en potencia y, muy pronto, ella podría dejarlo estallar de un modo que resultaría sin duda una agradable sorpresa para él.

Acurrucada a su lado, sopesó la posibilidad de intentarlo una segunda vez, pero decidió que sería mejor esperar un poco. Debía contentarse con haber representado su papel tan hábilmente y con haberlo llevado justo adónde ella quería. Ahora se trataba de sacarle el máximo partido al tiempo que había invertido en él. Si jugaba bien sus cartas, podía contar con un excelente entretenimiento para todo el invierno.

Monica iba con el carrito colocando los libros devueltos en las estanterías. Siempre había amado los libros y desde que estuvo a punto de morir de aburrimiento en casa, el primer año después de que Kaj vendiese la empresa, se presentó en cuanto oyó que la biblioteca necesitaba a alguien que echase una mano media jornada. Kaj pensaba que estaba loca por ponerse a trabajar sin necesitarlo y Monica sospechaba que para él era una pérdida de prestigio, pero a ella le gustaba demasiado para tenerlo en cuenta. En la biblioteca había buen ambiente y Monica necesitaba esas relaciones sociales para verle algún sentido a su existencia. Kaj se volvía más gruñón e irritable a medida que pasaban los años y Morgan ya no la necesitaba. Tampoco iba a tener nietos o, al menos, lo tenía por imposible. Hasta esa alegría se le había negado en la vida. No podía evitar sentir que le corroía la envidia cuando oía a los compañeros de trabajo hablar de sus nietos. El destello que reflejaban sus ojos hacía que Monica se encogiese de celos. Y no es que no amase a Morgan. Claro que sí. Pese a que él no les había facilitado la tarea. Y ella creía que su hijo también la quería, sólo que no sabía cómo transmitir ese sentimiento. Quizá ni siquiera supiera que lo que sentía era lo que habitualmente se llamaba amor.

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora