Capitulo 22

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Empezó como un día corriente. Los niños fueron corriendo a casa de la vecina por la mañana y Agnes tuvo suerte, pues permanecieron allí hasta última hora de la tarde. Más aún, la señora se había apiadado de ellos y les había dado de comer, de modo que ella no tuvo que ponerse a cocinar, aunque no solía prepararles más que unos bocadillos. Estaba de tan buen humor que se dignó fregar los suelos y, al caer la tarde, estaba convencida de que recibiría el merecido elogio de su esposo. Aunque a ella no le importaba demasiado lo que él pensara, las alabanzas siempre la hacían sentirse bien.

Cuando oyó los pasos de Anders en la entrada, Karl y Johan ya estaban durmiendo y ella leía una revista en la cocina. Alzó la vista distraída y asintió a modo de saludo cuando lo vio entrar. Quedó sorprendida. En efecto, Anders no tenía el aspecto agotado y abatido con que solía llegar a casa y le brillaban los ojos de un modo que Agnes llevaba tiempo sin ver. Dicha novedad despertó en ella una difusa sensación de desasosiego.

Su esposo se dejó caer pesadamente en una de las sillas y, con expresión esperanzada, puso las manos cruzadas sobre la mesa.

-Agnes -dijo antes de guardar un silencio.

Éste fue lo bastante prolongado como para que la desagradable sensación que atormentaba el estómago de Agnes se convirtiese en un nudo en la garganta. Era evidente que Anders tenía algo que decirle y si ella había aprendido algo de la vida, era que las sorpresas no solían traer nada bueno.

-Agnes -repitió Anders-, he estado pensando mucho en nuestro futuro y en nuestra familia, y he llegado a la conclusión de que hemos de cambiar algunas cosas.

Pues sí, hasta ahí Agnes estaba de acuerdo. Sólo que no se le ocurría qué podría hacer él para mejorar la vida de ella.

Anders prosiguió claramente orgulloso:

-Por esa razón llevo un año aceptando todo el trabajo extra que me ha sido posible y ahorrando ese dinero para poder sacar un billete de ida para cada uno de nosotros.

-¿Un billete? ¿Adónde? -preguntó Agnes visiblemente preocupada y presa de una incipiente irritación al oír que Anders había estado guardándose el dinero.

-A América -respondió él esperando una reacción positiva por su parte.

Pero Agnes estaba tan atónita que su rostro quedó inexpresivo. ¿Qué demonios se le había ocurrido ahora a aquel idiota?

-¿América? -repitió ella, incapaz de otra respuesta.

Él asintió entusiasta.

-Sí, partimos dentro de una semana y, créeme, lo he arreglado todo. Estuve hablando con algunos de los suecos que viajaron hasta allí desde Fjällbacka y me aseguraron que en América hay mucho trabajo para hombres como yo y, si eres habilidoso, puedes construirte un buen futuro over there, dijo en su marcado acento de Blekinge, con orgullo manifiesto por haber aprendido ya dos palabras de la nueva lengua.

Agnes sentía deseos de abalanzarse sobre él y borrar de una bofetada la felicidad reflejada en aquel rostro sonriente. ¿Qué se había creído? ¿De verdad era tan simple que pensaba que ella iba a subir a bordo de un barco rumbo a un país extranjero con él y con sus hijos? Su dependencia de Anders aumentaría al verse en un país desconocido, de lengua desconocida y gente desconocida. Desde luego que ella odiaba la vida que llevaba en Fjällbacka, pero al menos allí tenía la posibilidad de salir del agujero infernal al que se había visto abocada. Aunque, a decir verdad, ella misma había acariciado la idea de irse a América pero sola, sin cargar con él y con los niños como con una cadena.

Anders no advirtió el horror que ya expresaba el rostro de Agnes, sino que, con la mayor de las satisfacciones, sacó los billetes y los puso sobre la mesa. Agnes observó con desesperación los cuatro trozos de papel. Él los extendió formando un abanico mientras ella sólo deseaba echarse a llorar.

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora