Capitulo 21

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Anders vistió a los pequeños y empezó a peinarlos con gran cariño. Era domingo y pensaba salir con ellos a dar un paseo y a disfrutar del sol. No era fácil vestirlos, pues no paraban de saltar eufóricos ante la idea de salir con su padre, pero por fin estaban listos. Agnes no respondió cuando le dijeron adiós y a Anders se le rompía el corazón al ver la decepción en los ojos de los niños cuando miraban a su madre. Aunque ella no lo comprendiese, ellos la querían. Y añoraban su olor y la sensación de sus abrazos. Él no quería ni imaginarse que Agnes lo sabía y se lo negaba a sus hijos voluntariamente, aunque la idea le rondaba la cabeza a menudo. Ahora que los niños ya tenían cuatro años, no podía por menos de constatar que había algo antinatural en la manera en que su esposa se comportaba con ellos. En un principio creyó que se debía a la dura experiencia del parto, pero pasaban los años y ella no parecía capaz de estrechar los lazos con sus hijos.

Él, por su parte, se sentía como un hombre rico cuando bajaba la cuesta agarrándolos de sus manitas. Aún eran tan pequeños que preferían ir saltando que caminando, y a veces se veía obligado a seguirlos medio corriendo para alcanzarlos, pese a que él era mucho más alto. La gente sonreía y lo saludaba tocándose el sombrero cuando los veía por la calle principal. Sabía que constituían un espectáculo singular: él, tan alto y tan robusto, vestido con su mejor traje de domingo, y los niños, tan bien vestidos como pudiesen soñar los hijos de un picapedrero y con sus dos cabelleras rubias e idénticas, del mismo color que la de su padre. Incluso habían heredado el castaño de sus ojos. Todo el mundo le decía lo mucho que se le parecían los dos, algo que lo llenaba de orgullo. A veces se permitía un suspiro de alivio al constatar que no parecían haber heredado demasiado de su madre, ni en el físico ni en el carácter. Con los años, Anders había advertido en ella una crueldad que, de todo corazón, esperaba no heredasen los niños.

Al pasar delante de la tienda de ultramarinos, apremiaba el paso y procuraba no mirar. Claro que se veía obligado a ir allí de vez en cuando para comprar lo que necesitaba, pero puesto que ya habían llegado a sus oídos las habladurías de la gente, intentaba limitar las visitas al tendero en la medida de lo posible. Si hubiese dudado de la veracidad de lo que contaban las chismosas del pueblo, habría podido entrar en el establecimiento con la cabeza bien alta. Pero lo peor era que ni por un instante se le ocurrió ponerlo en duda. Y, de haber sido así, la sonrisa descarada y la altanería del tendero habrían resultado suficientes para convencerlo. A veces se preguntaba cuánto más tendría que aguantar y sabía que, si no fuese por los niños, se habría marchado hacía ya mucho tiempo. Por ellos debía renunciar a abandonar a Agnes y hallar otra salida. Y, de hecho, creía haberla encontrado. Anders tenía un plan. Prepararlo le había exigido un año de duro trabajo, pero ya estaba cerca de conseguirlo. Sólo faltaban algunas piezas por encajar y entonces podría empezar otra vez con su familia, ofrecerle una nueva oportunidad y tal vez darle a Agnes un poco más de aquello que tanto añoraba, de modo que el negro rencor que crecía en su pecho desapareciese por fin. Ya le parecía ver cómo sería su nueva vida. Él, Agnes y los chicos unidos en una existencia que les ofreciese mucho más de lo que tenían.

Apretó fuertemente las manitas de los pequeños y les sonrió cuando los dos echaron sus cabecitas hacia atrás, llenos de curiosidad, para poder verle la cara.

-¿Papá, nos compras un caramelo? -inquirió Johan con la esperanza de que el evidente buen humor de su padre obrase en su beneficio ante tal pregunta.

Y acertó, pues Anders asintió tras reflexionar un segundo y ambos empezaron a saltar de entusiasmo. Comprar los caramelos suponía una visita al tendero, pero pensó que valdría la pena. Pronto se vería libre de todo aquello.

Gösta se refugiaba en su despacho. Desde que salió a la luz la metedura de pata de Ernst, el ambiente se había vuelto algo tenso, por así decirlo. Verdad era que el colega llevaba años haciendo de las suyas, pero en esta ocasión había sobrepasado todos los límites de lo razonable y se había apartado demasiado del proceder de un policía en la ejecución de su trabajo. Y por primera vez, Gösta estaba convencido de que Ernst se arriesgaba a que lo despidieran a causa de su error. Ni siquiera Mellberg podría cubrirle las espaldas después de aquello.

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora