Capitulo 15

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Hacía tanto tiempo que no se sentía contento en su trabajo que le parecía un sueño hermoso y lejano. Ahora, el agotamiento lo había llevado a perder todo entusiasmo y trabajaba de forma mecánica con cada una de las tareas pendientes. Las exigencias de Agnes parecían inagotables. Y tampoco se las arreglaba con el dinero para llegar a fin de mes, cosa que si lograban las demás esposas de picapedreros, pese a que por lo general tenían un montón de niños a los que alimentar. En el caso de Agnes, se diría que todo el dinero que él llevaba a casa se le escapaba entre los dedos y, a menudo, se veía obligado a acudir a la cantera muerto de hambre porque no había para comprar comida. Todo ello pese a que él llevaba a casa cada céntimo que ganaba, aunque no era lo habitual. El póquer era uno de los principales entretenimientos de los picapedreros. Sus compañeros dedicaban las noches y los fines de semana al juego y solían llegar a casa decepcionados y con los bolsillos vacíos. Allí los aguardaban sus mujeres, que se habían resignado hacía tiempo, como demostraban los surcos que la amargura había tallado en sus rostros.

La amargura era, por cierto, un sentimiento con el que Anders empezaba a familiarizarse. La vida con Agnes, que no hacía ni un año se le antojaba un hermoso sueño, había resultado ser más bien el castigo por un delito que no había cometido. Lo único de lo que se le podía considerar culpable era de amarla y de plantar en ella la semilla de un hijo; aun así, se veía condenado como si hubiese cometido un pecado mortal. Ya ni siquiera le quedaban fuerzas para alegrarse por el hijo que Agnes llevaba dentro. Su gestación había transcurrido con complicaciones, y ahora que se encontraba en la última fase, era peor que nunca. Se había pasado el embarazo quejándose de calambres y de molestias aquí y allá, y se negaba a realizar las tareas diarias. Lo que significaba que Anders no sólo trabajaba en la cantera desde la mañana hasta muy tarde cada día, sino que, además, debía encargarse de todos los quehaceres que correspondían a una esposa. Y no se lo hacía más llevadero el hecho de saber que los demás picapedreros unas veces se burlaban de él y otras lo compadecían por verse obligado a asumir las obligaciones de una mujer. En cualquier caso y por lo general, estaba demasiado cansado para detenerse a pensar en lo que los demás decían a sus espaldas.

Pese a todo, deseaba que llegase el día del nacimiento de su hijo. Tal vez el amor materno haría que Agnes dejase de verse a sí misma como el centro del universo. Los bebés exigían que se los tratase como el centro del universo y pensaba que sería una experiencia saludable para su esposa. Porque, en el fondo, se negaba a abandonar la esperanza de que lograrían que su matrimonio funcionase algún día. Él no era de los que se tomaban sus promesas a la ligera, y ahora que habían establecido un lazo según mandaba la ley, no podían romperlo sin más, por difícil que les resultase a veces seguir adelante.

Claro que de vez en cuando al ver a las otras mujeres del barracón, que trabajaban duro sin quejarse jamás, consideraba que había tenido mala suerte en la vida. Pero, al mismo tiempo y en honor a la verdad, era consciente de que no había sido cuestión de suerte, sino que él mismo se lo había buscado. De ese modo perdía todo derecho a quejarse.

Arrastrando los pies, recorría el estrecho camino a casa. Aquel día había sido tan monótono como todos los demás. Se había pasado la jornada tallando adoquines y le dolía el hombro, pues estuvo forzando al máximo todo el día el mismo músculo. Además, le rugía el estómago de hambre, puesto que en casa no había nada de comer para llevarse al trabajo. De no haber sido por Jansson, el de la habitación de al lado, que se compadeció de él y le ofreció la mitad de un bocadillo, no habría probado bocado en todo el día. «No pensó resuelto , a partir de hoy dejaré de confiarle el salario a Agnes.» Sencillamente tendría que encargarse de comprar la comida él mismo, igual que había ido asumiendo las demás tareas de su esposa. Anders podía pasar sin comida, pero no pensaba permitir que su hijo muriese de hambre, de modo que había llegado la hora de implantar otras normas en casa.

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora