Capitulo 6

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No era la primera vez que se escapaba de casa. Resultaba tan fácil. Abrió la ventana, subió al tejado y bajó por el árbol de copa frondosa que había junto a la casa. Trepar no le costó nada. Aunque, tras mucho sopesarlo, decidió abstenerse de llevar falda, pues le podía dificultar la bajada por el árbol; así que se puso un par de pantalones estrechos por abajo y un poco más amplios por los muslos.

Era como si la arrastrase una gran ola a la que ni podía ni quería oponer resistencia. Sentir una atracción tan fuerte por alguien la aterraba tanto como la complacía, y comprendió que los enamoramientos pasajeros que antes había tomado en serio no habían sido más que juegos de niños. Lo que ahora experimentaba eran sentimientos de una mujer madura y eran más poderosos de lo que jamás pudo sospechar.

Durante las muchas horas de reflexión a las que se había dedicado desde aquella mañana, tuvo la clarividencia suficiente para comprender que era su añoranza del fruto prohibido la responsable de buena parte del ardor que encendía su pecho. Pero, con independencia del porqué, allí estaba el sentimiento y ella no tenía costumbre de negarse nada a sí misma y, desde luego, tampoco pretendía empezar ahora. En realidad no tenía ningún plan. Sólo la conciencia de lo que quería y de que lo quería ya. Jamás había tenido que ocuparse de las consecuencias y las cosas siempre habían tendido a solucionarse, al menos para ella, de modo que ¿por qué no iban a hacerlo también en este caso?

Ni se le pasó por la cabeza que él no la quisiera. Aun no había conocido a un solo hombre que quedase indiferente a su persona. Los hombres eran como las manzanas; ella sólo tenía que extender el brazo para cogerlos, por mucho que estuviese dispuesta a reconocer que aquella manzana entrañaba algo más de riesgo que las demás. Incluso los hombres casados a los que, sin que su padre lo supiera, había besado y en algunos casos incluso les había permitido que fuesen más lejos, resultaban más seguros que el hombre con el que se disponía a encontrarse. En efecto, todos ellos pertenecían a su misma clase social y, si bien en un principio habría sido un escándalo que se conocieran sus citas con alguno de ellos, se habría juzgado con cierta indulgencia casi de inmediato. Pero un hombre de la clase trabajadora…, un picapedrero. Esa idea no se le había ocurrido a nadie. Sencillamente, esas cosas no sucedían.

Sin embargo, ella estaba harta de los hombres de su clase. Pusilánimes, sosos, de mano blanda y voz chillona. Ninguno de ellos era hombre del modo en que lo era aquel al que había conocido aquella mañana. Se estremecía sólo con recordar la sensación de su mano rugosa sobre su piel.

No le fue fácil averiguar dónde vivía. No sin despertar sospechas. A pesar de ello, consiguió la dirección echando una ojeada a las nóminas en un momento en que nadie la veía, y después supo cuál era su habitación mirando discretamente de ventana en ventana.

La primera piedra no provocó ninguna reacción, así que aguardó unos minutos, temiendo despertara la casera. Pero nadie se movió en el interior. Admiró su propio aspecto a la clara luz de la luna. Había elegido ropa oscura y sencilla para no provocar un contraste demasiado evidente a su lado y, por la misma razón, se había trenzado el cabello y lo había recogido en un moño, uno de los sencillos peinados que solían llevar las mujeres de los trabajadores. Satisfecha con el resultado, tomó otra piedra del sendero de gravilla y la arrojó contra la ventana. Ahora sí advirtió la reacción de alguien que se movía en la oscuridad y, por un segundo, se le paró el corazón. El frenesí de la cacería le subió la adrenalina y sintió cómo se le encendían las mejillas. Cuando él abrió la ventana intrigado, Agnes se ocultó tras las lilas que la cubrían parcialmente y respiró hondo. La caza podía empezar.

Salió del despacho de Mellberg con pesadumbre y paso cansino. «¡Mierda de tío!», fue la idea madura y bien formulada que acudió a su mente. Sabía perfectamente que el comisario le había impuesto a Ernst sólo por fastidiar. Si no fuese tan terriblemente trágico, sería casi cómico. Así de absurdo.

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora